13 de Diciembre de 2024 /
Actualizado hace 7 hours | ISSN: 2805-6396

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Opinión / Columnista Impreso

Libros y artículos jurídicos: en busca de la calidad

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Jordi Nieva Fenoll

Catedrático de Derecho Procesal

Universitat de Barcelona

 

Hace poco estuve en la inauguración de un despacho de abogados en un país que, por cierto, es una de las cinco primeras economías de la Unión Europea. El despacho contaba con fenomenales y acogedoras instalaciones, varias obras de arte, mesas amplias, ordenadores, salas de reunión… pero lo que más me sorprendió es que prácticamente no había ningún libro. De hecho, apenas había estanterías.

 

Se podría pensar que la revolución digital ya está aquí y que, por tanto, todo el material que precisa un abogado estaría on line, pero no es así. Si se observan los escritos judiciales, e incluso los dictámenes, muy pocas veces se cita bibliografía especializada. Brillan por su ausencia los libros y los artículos doctrinales. Todo parece elaborarse con el único apoyo de la jurisprudencia que, por cierto, en España -no así en otros países- tampoco acostumbra a citar bibliografía alguna.

 

Bien pareciera que la ciencia jurídica hubiera dejado de existir, y como eso es evidente que no sucede, hay que asumir que se le otorga habitualmente una nula importancia práctica. Cuando se habla con abogados, jueces y fiscales se descubren sus razones. Hablan esos operadores jurídicos de que las obras doctrinales son demasiado teóricas, es decir, que no ofrecen solución a los problemas que cotidianamente se les plantean y que, por ello, acudir a una librería es una simple pérdida de un tiempo del que no se dispone.

 

Hay que asumir que, aunque no siempre las cosas son como las ven los prácticos, un tanto de culpa importante corresponde indirectamente a la doctrina. En los últimos años, por diversas razones -los méritos curriculares y la egolatría entre ellas-, se han publicado muchas obras apresuradas que son simples -y a veces escandalosas- transcripciones de jurisprudencia que no aportan nada y que se elaboran en un par de fines de semana. En otras ocasiones el autor no conoce en absoluto la práctica del tema que investiga, por lo que sus soluciones son simplemente imaginarias, es decir, no utilizan el método científico. Finalmente, se han descubierto demasiados casos bochornosos de plagio –otra forma de “escribir” rápido–, que pueden ser delictivos. De ese modo, mucha de la literatura jurídica publicada no sirve ni a la propia doctrina, que prescinde de esas obras. De hecho, se publica tantísimo que es realmente difícil estar al día.

 

Las editoriales jurídicas hubieran debido servir de filtro de calidad, pero acuciadas por necesidades comerciales, la mayoría publican simplemente porque el tema del libro es taquillero -con independencia de que esté bien tratado-, o bien porque el autor paga la edición, o bien porque, si es profesor, se ha comprometido a recomendar el libro de forma obligatoria -vaya recomendación- a sus alumnos. Tristemente, es también muy habitual que los autores noveles renuncien al cobro de derechos de autor para conseguir publicar. Sin embargo, las pocas editoriales jurídicas que, sin despreciar los best-sellers de ocasión puntual, se han atrevido a publicar solamente títulos de calidad acaban comprobando, a medio plazo, que la clave del éxito está ahí: en los llamados long-sellers. Esos libros bien escritos y que difícilmente se pasan de moda en un periodo de varios años, conservando su utilidad bastante más tiempo del que se cree.

 

Las revistas tampoco realizan su labor de filtro. Por mucho que tengan consejos de redacción, o evaluación por pares -innecesaria, por cierto, si ya hay un eficiente consejo de redacción-, se publica abusivamente, muchas veces por influencias, y en resumidas cuentas por la necesidad de sacar un número más de la revista, siendo en ocasiones víctimas del mismo mal que las editoriales. Se publica por las temáticas, y lo cierto es que pocas veces se evalúa lo que es esencial en un trabajo científico: la creatividad que avanza los problemas prácticos futuros, la solución de casos reales estableciendo sólidas líneas teóricas generalizables y, en definitiva, como ya he dicho, la utilización del método científico.

 

El panorama es desolador. Las obras brillantes quedan solapadas por el maremágnum de literatura pobre. De hecho, para la evaluación académica de los méritos solamente es necesario haber publicado en “tal” revista o en “tal” editorial “de prestigio”. Y si esos méritos exigen “citas” de otros autores del trabajo publicado, ya procura su autor, denodadamente, que sus amigos le citen. En realidad, todo el sistema, aún concebido con buena fe, es una estafa, puesto que se acaban premiando méritos aparentes.

 

Las editoriales deberían imponer evaluaciones de calidad encomendándoselas a autores indiscutidos que no se corrompan, por el bien de todos. Es duro decirle a alguien que su trabajo no se publica, pero si los criterios de calidad son claros, el autor verdaderamente trabajador -no hace falta ni que sea brillante- observará que su obra ve la luz.

 

Lo contrario supondrá seguir como hasta ahora: decenas de libros y centenares de artículos cada año. El material es tan prolijo, y tantas veces tan rematadamente inútil, que acaba por no prestársele atención. Me contaba un anciano profesor extranjero que hace 50 años había solo unas cinco revistas interesantes en todo el mundo y se publicaban no más de 5 o 10 monografías de una especialidad cada año, en todo el mundo. Ahora esos números parecerán escasísimos, pero probablemente eran los justos. Antes los abogados, jueces y fiscales leían, y tenían una biblioteca personal. Algún día, cuando baje esta marea editora, quizás volverá el sector a recuperar una salud que ahora no tiene.  

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