Opinión / Columnistas
La “reformitis” política en Colombia
Laura Wills Otero
Politóloga. Ph.D en Ciencia Política
El pasado 9 de junio el Congreso de la República aprobó una reforma constitucional que elimina la reelección presidencial que se había establecido en el 2004. Además de este cambio, se harán otros que modifican varios artículos de la Constitución de 1991. Las modificaciones plantean un reacomodo institucional que alterará las relaciones entre las ramas del Poder Público, así como las reglas del juego bajo las cuáles venían actuando y definiendo estrategias los agentes inmersos en las instituciones.
En este contexto, la pregunta que quiero plantear acá no tiene que ver con los efectos que estos cambios van a producir en el sistema político colombiano, sino más bien con las razones que llevan a que sean los mismos jugadores los que proponen y aprueban las reformas que los conducen a la necesidad de repensar y, eventualmente, modificar sus estrategias de acción. Concretamente, ¿qué explica el recurrente rediseño de las instituciones políticas por parte de los agentes en ellas involucrados?
Este fenómeno no es exclusivo de nuestro país. En casi todos los países de América Latina se hacen reformas políticas mucho más frecuentemente de lo que estudiosos especializados en esta materia esperarían. En teoría, reformar las instituciones de un Estado es algo que solamente se da en coyunturas críticas, como lo pueden ser las transiciones de un régimen dictatorial a una democracia, o el paso de una sociedad tradicional a una más moderna.
La evidencia muestra otra cosa. En la primera década del presente siglo se han hecho más reformas políticas de las que se hicieron cuando llegó la ola democratizadora en los años ochenta del siglo pasado. Los sistemas electorales se han modificado varias veces en los diferentes países, así como también se han reconfigurado las reglas que definen las dinámicas de las relaciones entre ramas del Poder Público. En varios países se ha aprobado y desaprobado la reelección presidencial; se redefinen una y otra vez las fórmulas mediante las cuales se reparte el poder político; se reduce y vuelve a aumentar el tamaño del Estado, entre otras. Esto, lejos de conducir a la estabilidad política, genera inestabilidad e incertidumbre en los procesos de toma de decisiones de los actores, así como en la opinión pública.
Una escueta respuesta a la pregunta de arriba es que hay reformas cuando los actores que las hacen ven amenazado su poder como consecuencia de cambios en las condiciones del contexto político. Por ejemplo, cuando surgen líderes carismáticos o populares que se definen como “antipolíticos” y que tienen la capacidad de sumar adeptos, los que ocupan el poder se ven en la necesidad de hacer reformas que o bien les cierren las puertas a los que aspiran desbancarlos o, al contrario, les garanticen a todos al menos una porción del mismo. Algo similar ocurre cuando los partidos existentes ven entrar a la competencia electoral otras opciones que promueven agendas más acordes con las demandas de los ciudadanos. Si a esto se le suma entusiasmo por parte del electorado, las amenazas para las élites políticas aumentan, así como también aumenta la necesidad de hacer reformas.
Ahora bien, quienes hacen los cambios tienen en cuenta no solamente las propias motivaciones, sino también las de sus pares que están insertos en el juego político. Sin contar con ellos, difícilmente se logran las reformas, pues ellas son resultado de negociaciones. Es así como las propuestas iniciales van transformándose en el camino. En últimas, reformas como estas no son resultado de acciones altruistas, sino, más bien, estratégicas con un fin claro: mantener o aumentar el poder de los actores que las hacen. Siendo así, vale la pena preguntarse quién ganó y quién perdió con la reciente reforma constitucional que se hizo en el país.
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