Columnistas
La oralidad o la ruina de la justicia
Javier Tamayo Jaramillo Exmagistrado de la Corte Suprema de Justicia y tratadista tamajillo@hotmail.com
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De nuevo planteo algunas reflexiones sobre reformas a la administración de justicia. De pronto, la más grave de todas las falencias de esta última es el estado lamentable, fallido, ruinoso, ineficiente, injusto y antigarantista del sistema oral, debido al contexto histórico y social en que fue introducido en Colombia. Estamos postrados y tristes. Como abogados nos sentimos frustrados, impotentes y avergonzados con nuestros clientes: cada día vemos o escuchamos comentarios sobre casos de violación del derecho de defensa, de ausencia de argumentación y de racionalidad de las providencias judiciales, todo ello como consecuencia de la premura para darle agilidad al trámite procesal, lo que conduce a la violación de los principios probatorios y en general del debido proceso. El estudio ya no tiene sentido para nosotros. Dependemos de la premura y de la ignorancia no culposa de los jueces, pues estos no son capaces de conocerlo todo.
La Corte Suprema ya advirtió los peligros que ahora observo, pese a lo cual la falta de argumentación persiste (CSJ, S. Civil, mayo 8/14, M. P. Fernando Giraldo G.).
Pero la culpa no es de los jueces, sino de la forma como el sistema oral, bueno en teoría, fue introducido en el orden jurídico colombiano. Las falencias son de tal magnitud que llega uno a la conclusión de que el fascismo objetivo o impersonal también existe, en la medida en que así los gobernantes no tengan la intención de crear un orden de tal naturaleza, de todas formas, la pobreza y la congestión de los juzgados generan por sí solas un sistema sin garantías.
La clave del problema y de su comprensión es bien simple y no entiende uno cómo las ramas del poder público no se dan cuenta de que la eficacia del Derecho tiene un costo económico y que, por lo tanto, sin los recursos para hacer realidad el derecho formal, ninguna legislación ni jurisprudencia son viables. Por muchas leyes y sentencias que se promulguen o profieran, si no se tiene el dinero para que ambas se cumplan, todo será letra muerta. Y en esas estamos.
Veamos: en 1980, un proceso ordinario tardaba, incluida la casación, unos cuatro años en promedio, y la población era de unos 26 millones de habitantes. Otros procesos demoraban entre seis meses y dos años. Pero la cantidad de litigios aumentó por la simple explosión demográfica y la multiplicación de las leyes. En 1991, sin que el número de jueces aumentara proporcionalmente a la cantidad de litigios, un proceso ordinario tardaba, incluida la casación, un promedio de ocho años. Vino luego la tutela contra sentencias judiciales, sin que se nombraran jueces que fallaran las mismas, con lo cual la cantidad de procesos se desbordó casi hasta doblar el número de causas. En la actualidad, el Consejo de Estado, pese a su gran esfuerzo, está fallando negocios 12 años después de haber entrado a despacho para fallo.
Para paliar esa lentitud de la justicia se crearon las acciones constitucionales y el sistema oral. Pero se olvidó una cosa: que estas acciones permiten una justicia ágil, únicamente cuando los jueces no arrastren el lastre de 15 o más años de procesos represados. De qué vale regular el sistema oral si una vez instaurada la demanda o cualquier otra investigación, las audiencias tardan cinco o seis años, ya que los jueces deben al mismo tiempo fallar viejos procesos ordinarios, decidir tutelas contra providencias judiciales o acciones populares y de grupo.
Es como inventar un método para construir casas en 20 días, pero contados no desde la compra del inmueble, sino desde cuando el constructor haya levantado cuatro millones de casas que ya tiene vendidas y cuya edificación tarda varios años. En ese caso, el constructor, por cumplir a como dé lugar, viola todas las normas de construcción y entrega a los compradores casas pésimamente construidas.
Conozco un proceso penal cuyo sindicado lleva casi tres años en la cárcel, y el periodo probatorio ha sido suspendido en múltiples oportunidades pues el juez debe fallar tutelas o decidir sobre un arrume incontable de procesos anteriores y posteriores. Pero lo más grave y violatorio del derecho de defensa es la caricatura del manejo de las pruebas y de los recursos interpuestos por las partes. En efecto, en múltiples oportunidades, sin argumentos racionales, el juez niega pruebas a todas luces conducentes y procedentes, todo con el ánimo de proferir sentencia lo más rápidamente posible. En mi sentir esta situación puede dar lugar a tutelas por violación del derecho de defensa, pues por correr, un juez no puede negar pruebas legalmente solicitadas por las partes.
Y ni qué decir de lo relativo a los recursos. Llevamos 25 años desarrollando y enseñando la doctrina de la argumentación jurídica como método de racionalidad y justicia objetiva de las decisiones judiciales. Pero para poder argumentar en caliente se requieren jueces como Hércules, el juez magnífico de Dworkin. Por ello, cuando se interpone un recurso, el juez, si es sensato y no tiene absoluta claridad para decidir, debe suspender la audiencia. En los conceptos para clientes, o en los alegatos o providencias en los procesos ordinarios, los abogados y los jueces requieren hasta de semanas enteras para instruirse y argumentar lo más racionalmente posible. Pero en los procesos de oralidad, el juez o el funcionario encargado del proceso, sin el más mínimo respeto por la argumentación, sin tiempo de pensar ni de estudiar, resuelven los recursos y violan los principios procesales, pues como le sucedería al más inteligente de nuestros juristas, ignoran la profundidad del mundo normativo que deben aplicar sobre la marcha. Dicho de otra forma, el principio de oralidad en Colombia destruyó de un plumazo el principio de la argumentación y de paso el derecho de defensa.
La solución es nombrar los jueces formados, necesarios para poner los juzgados al día, y volver al sistema que teníamos anteriormente, pues el problema no era el tipo de proceso, sino la desbordada congestión judicial.
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