Opinión / Columnistas
La economía colaborativa y las fronteras del Derecho
Adriana Zapata
Doctora en Derecho
¿Imagina usted cuáles pueden ser las relaciones entre el hecho económico de solicitar, a través de un aplicativo en su celular, compartir los gastos de viaje en un vehículo particular cuyo propietario cubre la ruta que usted planea hacer, y las consecuencias jurídicas de esa solicitud? Esta misma cuestión se plantea frente a servicios del más variado tipo, como intercambiar su apartamento durante las vacaciones, contratar un servicio especial de transporte o, incluso, financiar el emprendimiento de un microempresario innovador.
Estas transacciones se enmarcan dentro del fenómeno económico que las redes sociales han creado: la economía colaborativa, también llamada de consumo colaborativo, que podemos definir como una forma de realización de intercambios -benévolos o lucrativos-, mediante el empleo de plataformas tecnológicas que permiten a los particulares compartir información y alcanzar acuerdos.
Al puntualizar las causas que explican este creciente fenómeno, encontramos que el internet es requisito sine qua non, pues aunque estas actividades han existido desde siempre, es la nube la que acrecienta exponencialmente el encuentro de las voluntades de quienes ofrecen y demandan. El fenómeno agrega a la cadena de distribución un eslabón adicional, consistente en la circulación de bienes excedentarios entre consumidores, organizada a través de plataformas electrónicas, nueva “mano invisible”.
Otra razón muy importante que explica el crecimiento de la economía colaborativa es el deseo de ayudar. Conscientes de las dificultades de algunos para acceder a ciertos servicios o recursos y acompañados de una alta dosis de confianza y solidaridad, los particulares atienden el llamado de auxilio de quien requiere un pequeño capital para iniciar su empresa, ser acogido durante una noche en una ciudad extraña, o dejar personas al cuidado de otro. Con entusiasmo y desinterés genuino, los particulares se manifiestan dispuestos a apoyar las necesidades de otros, sin mediar más recompensa que la satisfacción altruista de hacer un uso más racional de los recursos disponibles.
Pero también el móvil puede estar en la búsqueda de ingresos marginales y de ahorros, dado que los costos de los bienes y servicios ofertados resultan por lo general más bajos que los de las empresas formalmente establecidas. Por ejemplo, a través de este medio se logra un desarrollo rápido y económico de un emprendiendo, tan difícil de alcanzar en las sociedades desarrolladas, que imponen requerimientos excesivos capaces de cortar las alas al más febril innovador.
El internet es el escenario donde se multiplican los ejemplos de este idílico mercado entre no profesionales. Pero, si esto es así, ¿para qué entonces debe intervenir el derecho? La respuesta es simple: porque el mercado virtual no es tan virtuoso. Por ejemplo: las asimetrías de información entre los participantes son considerables; carece de un régimen específico de responsabilidad y garantías; puede dar lugar a la comisión de fraudes, favorecida por un exceso de confianza, y generar escenarios regulatorios dispares. Pero estas razones, que resultan suficientes para abogar por una regulación, no lo son para pretender establecer una prohibición general.
La economía colaborativa, junto a los demás fenómenos sociales y culturales en las redes, nos obligan a repensar la forma en que entendemos y producimos las normas. Como el hombre que nunca atrapa la sombra que su cuerpo proyecta, las normas estarán siempre a la zaga de la sociedad, mucho más si de lo que se trata es de la sociedad de la información, cuya dimensión global contrasta con los límites territoriales de las leyes. Ella nos plantea novedades en cuanto a la forma en que se concretan los negocios jurídicos y al papel que está llamado a jugar quien ofrece las plataformas de información. El fin altruista de la colaboración no debe perderse entre los incisos de instituciones jurídicas creadas para otros momentos y realidades, como tampoco en la maraña de una tierra de nadie. El secreto está entonces en encontrar este equilibrio.
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