Columnistas
La devaluación y las exportaciones
Salomón Kalmanovitz
Economista e historiador
Una devaluación fuerte es síntoma de una economía enferma, manifiesta en la reducción del nivel de vida de la población. Refleja un empobrecimiento de la sociedad frente al resto del mundo, dado por deterioro del valor de sus exportaciones o por su baja productividad, comparada con la de sus socios comerciales.
Se nos ha informado que la devaluación es buena para la economía nacional porque promueve las exportaciones. La afirmación hay que tomarla con un grano de sal, porque estas no solo dependen de su precio, sino también del ingreso de nuestros clientes, de la capacidad instalada de las industrias o ramas de la producción propias, sus costos relativos y de la calidad de nuestros productos.
Una década de enfermedad holandesa (2003-2014) producida por la bonanza minera dio lugar a la revaluación del peso que, a su vez, generó un estancamiento de la inversión y una consecuente caída en la capacidad productiva, tanto de la industria como de la agricultura. Sin crecimiento sostenido, la industria dejó de innovar y de mejorar la calidad de su oferta, lo que afectó su participación tanto en el mercado local como en el extranjero. Además, nuestros socios comerciales tradicionales, Venezuela, Ecuador, Centroamérica y, en menor medida, Perú y Chile, viven la pérdida de ingresos y su capacidad de importar también se ha visto reducida.
Algo adicional que afecta el comportamiento exportador de economías que han devaluado sus monedas es que en el comercio internacional prevalecen las cadenas globales de suministros, según el Banco Mundial. La globalización ha convertido a los países en estaciones intermedias en la manufactura de productos. Los componentes son importados, modificados y re-exportados, obteniendo una gran escala de producción y costos unitarios bajos. Eso hace que las exportaciones industriales de México a Colombia, por ejemplo, no encuentren rentable trasladar algunas de las operaciones al país, aun si hemos devaluado nuestra moneda el doble que la divisa mexicana. Por lo demás, la devaluación del peso mexicano tampoco mejora mucho su competitividad, porque con ella aumentan los precios de sus exportaciones, pero también lo hacen los de las importaciones que transforma, neutralizándose mutuamente.
La firma de muchos tratados de libre comercio no nos convirtió en plataforma exportadora, algo que sí logró México con su adhesión al NAFTA con EE UU y Canadá, firmado en 1990. Gracias a ello, se desarrollaron las industrias del acero, la automotriz, la electrónica y los electrodomésticos, generando un volumen exportador sustancial que lo hizo menos dependiente de sus exportaciones de petróleo, mientras que nosotros, por el contrario, nos desindustrializamos. Nuestra imprevisión y miopía, manifiestas en la falta de políticas macroeconómicas que frenaran la revaluación del peso mediante el ahorro público y privado (mayor tributación y no menos) en épocas de vacas gordas han hecho muy dolorosa la destorcida de precios del petróleo, tanto en términos de devaluación como de penuria fiscal en los siete años de vacas flacas que se nos vienen.
El ajuste que tiene que enfrentar el país es grande: debe recurrir a tasas de interés altas que frenen la actividad económica y, con ello, la demanda por importaciones y, además, a reducciones del gasto público, acompañadas de mayores impuestos.
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