Opinión / Columnistas
Justicia penal negociada

Whanda Fernández León
Docente Especial Facultad de Derecho, Ciencias Políticas y Sociales Universidad Nacional de Colombia
Incrustada en las rutinas procesales de la doctrina anglosajona se encuentra la controversial política del plea bargaining, que permite que por medio de pactos, consensos, transacciones o acuerdos entre el fiscal y el imputado, salga rápidamente del sistema penal convencional el 95 % de los casos. Empero, su origen se remonta al Derecho Romano, como lo demuestran las reiteradas referencias que hace la Lex Cornelia de sicariis et veneficis, al citado mecanismo.
En la década de los setenta del pasado siglo, comenzó a hablarse de un derecho penal premial que resumiera y regulara las medidas de política criminal aplicables a cierta categoría de delincuentes en el marco de las legislaciones de emergencia, actualmente extendidas a los delitos comunes.
De contornos difusos, inspirado en lógicas mercantilistas, dispensador de premios y recompensas a la delincuencia organizada, este seudo-derecho, paralelo a la lenta y burocrática justicia tradicional, alcanza cada día mayor proyección, sin importar que su acosadora práctica genere procesos atiborrados de “confesiones forzadas” y “testimonios amañados” aportados por confidentes, arrepentidos, soplones, infiltrados, impostores, chivatos, delatores, colaboradores mendaces y rufianes de toda laya.
Ante la incapacidad de investigar con los métodos de indagación y técnicas que ofrece la criminalística moderna, la justicia penal, en franco desafío a la ética estatal, se aventuró a sellar pactos con los delincuentes a cambio de que el asimétrico binomio fiscal-imputado percibiera alguna utilidad. Al acusado, responsable o no, que se autoincrimina sin estar obligado a hacerlo, ni a decir la verdad, se gratifica con degradaciones punitivas o inmunidades; al fiscal, el convenio le reporta mejores estadísticas, reducción de juicios y un buen número de sentencias condenatorias que, sin la negociación, no hubiera conseguido.
Dentro de la dogmática premial, el éxito de estas transacciones es innegable, máxime cuando por ausencia de cultura jurídica muchos creen que más condenas significan más justicia; que la única clave del sistema penal es la eficiencia; que la verdad es contingente y que las absoluciones son impunidad.
Esta irracional metodología vulnera garantías y contraviene el imaginario constitucional; estimula admisiones de culpabilidad de débiles y atemorizados sospechosos; menoscaba el monopolio del ius puniendi en cabeza del Estado; permite que el fiscal - clásico agente del sistema inquisitivo- desplace al juez; desnaturaliza la estructura procesal; privatiza la justicia penal e inexplicablemente tolera que la “colaboración eficaz del delincuente” sea secreta y se produzca en ambientes mediados por el constreñimiento, bajo la amenaza de penas altísimas en caso de incumplimiento.
En este contexto surgen dos figuras jurídicamente perversas: la del delincuente arrepentido y la del colaborador pos-delictual o “acusado-testigo”. La primera identifica a quien coopera con la justicia brindando información en tiempo útil que permite impedir la comisión de delitos, a cambio de dádivas procesales. El primer gran arrepentido, desertor de la mafia siciliana fue Tommaso Busceta, confidente del juez Falcone, a quien reveló la estructura de la Cosa Nostra. En Italia es emblemática la Ley de los Arrepentidos.
La híbrida expresión “acusado-testigo” señala a quien se deja seducir y colabora con la justicia, después de consumado el delito. Es el caso del imputado que acepta cargos y se compromete a declarar en juicio contra otros individuos, que bien pueden ser sus socios en el crimen o personas inocentes. En este escenario no hay contradictorio, ni transparencia; el diálogo se transforma en monólogo; no se corrobora la información proporcionada, ni se evalúa su eficacia. Ante tamaña incuria afloran las acusaciones calumniosas, los relatos inventados y el fraude a la justicia.
Según Ferrajoli “ninguna confianza merece el delincuente que alentado por la impunidad señala a sus compañeros o a terceros inocentes. Cuando se compra la impunidad a este precio, el colaborador sólo busca su salvación fingiendo delitos e imaginando cómplices”.
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