Juristas de la sociedad del cansancio
Maximiliano A. Aramburo C.
Profesor de la Universidad Eafit y Presidente del Iarce
En homo videns, un impresionante ensayo escrito en 1997, el fallecido Giovanni Sartori hablaba de la sociedad teledirigida. Se preguntaba entonces el italiano por lo que representaba la dependencia de las pantallas (televisión, pero también -incluso entonces- internet) y sugería un empobrecimiento de la capacidad de entender, por la pérdida paulatina de la capacidad de abstracción. Esta pérdida, decía, es una suerte de consecuencia del predominio de la imagen. Como Funes, el memorioso personaje de Borges, el homo videns estaría destinado a dejar de pensar: “La televisión invierte la evolución de lo sensible en inteligible y lo convierte en el ictu oculi, en un regreso al puro y simple acto de ver. La televisión produce imágenes y anula los conceptos”, escribía el lúcido florentino. Más recientemente, el coreano Byung-Chul Han habla, en La sociedad del cansancio, de “un exceso de estímulos, informaciones e impulsos” que modifican la estructura y la economía de la atención. Para él, el multitasking (posibilitado, precisamente, por las pantallas como la que tengo enfrente cuando escribo esto y verifico referencias) no significa un progreso para la civilización, que se acerca, dice, cada vez más al salvajismo. En otro librito, En el enjambre, el coreano incluso sugiere una atrofia de las manos y una vida sin cosas, porque la materia deja de ser necesaria: “El nuevo hombre teclea, en lugar de actuar”. Es un homo digitalis.
En esto pensaba a partir de mi experiencia como profesor de una facultad de Derecho. Los apuntes de clase se revelan como una reliquia del pasado y casi nunca es posible saber si al hilo de una discusión en clase, quien teclea lo hace para tomar apuntes o para adentrarse en las redes sociales; a veces, las sonrisas simultáneas en esquinas opuestas de un aula delatan a los chateadores que quizás ni se saludan en un pasillo y que saben que cualquiera sea la información que se suministre en un aula, también está en algún lugar de internet: ir a clases, así, no es necesario. El profesor español Juan Antonio García Amado relataba hace poco (en las redes sociales, claro) cómo había incluido un bono en un examen para quien diera cuenta de un asunto jurídico que aparecía en todos los medios de comunicación esa semana, y el 70 % de sus estudiantes no sabía absolutamente nada del tema. La anécdota revela una gran paradoja: el acceso casi absoluto a la información de cualquier tipo podría estar creando generaciones de desinformados. Si damos por entendida la diferencia entre la formación universitaria y la información, no es descabellado preguntarse cómo enfrentamos el reto de aprender a seleccionar en la sobrecogedora cantidad de información (jurídica) que hay en internet, y qué es lo que significa evaluar por competencias en Derecho.
Parece irrefutable que los estudiantes de Derecho de hoy no miran una biblioteca como el tipo de templos que eran hace apenas una o dos generaciones. Habilidades como cierto nivel de comprensión lectora o la capacidad de resolver problemas complejos son al mismo tiempo presupuesto y objetivo a alcanzar para generaciones de juristas videns y digitalis, en tiempos en los que algunos profesores prohíben el uso de dispositivos digitales en las clases, tal como lo hacen, quien lo creyera, algunos jueces en sus salas de audiencias. En el marco de la enorme discusión sobre la evaluación por competencias en las facultades de Derecho, entonces, hay quienes piensan en cómo convertir en abogados (o en jueces, asesores) a los individuos de una generación cuya capacidad de acción y de abstracción parece ir en declive, si Sartori y Han tienen razón. Pero, al menos hipotéticamente, quiero ser optimista y pensar en que quizás conviene abandonar la pretensión de convertir en abogados del siglo XX a los miembros de esa sociedad del cansancio. En esa reformulación de la estrategia no hay todavía, parece, recetas ganadoras.
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