Columnistas
Inocentes condenados
Whanda Fernández León Profesora Asociada Facultad de Derecho, Ciencias Políticas y Sociales Universidad Nacional
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“Qué cosa más espantosa. Soy inocente, pero estoy condenado por un crimen monstruoso que nunca cometí”.
Alfred Dreyfus
Nadie ignora que los juicios humanos son inciertos y que ni aún en las más altas jerarquías jurisdiccionales, se adquiere el don de la infalibilidad. Empero, es imposible acallar por más tiempo esta dolorosa realidad que sobrecoge la conciencia: el sistema penal está descompuesto y su mal funcionamiento genera gravísimas afectaciones al derecho a la libertad. Hombres honestos convertidos en delincuentes por los abusos, las falacias, los preconceptos, las especulaciones, de un amplio sector de funcionarios. Se está condenando sin pruebas, con juicios sofísticos, verdades a medias, realidades enmascaradas, sin el requisito de la certidumbre sobre la responsabilidad, lo cual despoja de legitimidad a la justicia.
Cuatro casos para ejemplificar:
En el 2009, Apolinar León Munévar, humilde zapatero, fue detenido por la policía y llevado a la cárcel La Picota. Un juez lo condenó en ausencia por hurto agravado y calificado, pese a que las pruebas demostraban que había sido suplantado y que no era el autor del reato. El verdadero responsable se distinguía fácilmente por las prominentes cicatrices en sus piernas, a causa de una cirugía. “Siempre le pedí a las autoridades que me hicieran identificación plena de las huellas digitales, porque yo no había hecho nada malo”, relató la indefensa víctima. Pero ninguno de sus verdugos se conmovió.
En el 2010, Milton y William Chávez fueron condenados a 40 años de prisión por la muerte de un niño, hincha del Club Atlético Nacional. No estuvieron en la escena del crimen y ningún testigo los relacionó con el delito. “El fiscal nos decía que nosotros éramos determinadores, después que cómplices y después que autores intelectuales. El fiscal, prácticamente, no sabía por qué nos tenía”, comentaron. El juez los condenó como determinadores. Después del arbitrario fallo, tres menores de edad confesaron el homicidio.
Adolfo Gutiérrez Malaver, hoy en libertad por decisión de la Sala Penal de la Corte Suprema de Justicia, fue condenado a 28 años de prisión, de los que cumplió 11 en la Cárcel de Máxima Seguridad de Acacías, como responsable del atentado a la Estación de Policía Metropolitana de Bogotá, en el que murieron dos uniformados y 39 más sufrieron heridas. Por celos, un malandrín urdió el burdo montaje, que no pudieron detectar las instancias. Para la Corte, la valoración conjunta de los medios de convicción permitía afirmar que eran otros los autores de los punibles por los que se condenó a Gutiérrez, a quien los jueces exigieron demostrar su inocencia, con total inversión de la carga de la prueba.
Lorenzo Yáñez Julio, mototaxista residente en Magangué, fue condenado a 42 años de prisión por el homicidio de un comerciante en Mompox, Bolívar, solo por llamarse Lorenzo y parecerle “sospechoso” a dos policías. “Los jueces y magistrados sabían que yo no era culpable. Igual me condenaron sin tener prueba alguna; sin ningún motivo y sin ninguna razón”, contó, entre lágrimas, a algunos periodistas. “Ante la falta de certeza probatoria –argumentó la Corte hace dos semanas al ordenar su libertad–, debió absolverse. Sin pruebas de irrefutable solidez, en nombre de la justicia, se impone la absolución”.
Las causas más visibles de este deterioro del Estado de derecho son:
– Maltrato en el procedimiento de captura.
– Interrogatorios sin defensor.
– Identificaciones erróneas.
– Investigaciones deficientes e investigadores con “visión de túnel”. (Duce).
– Indecorosa manipulación de la imputación para debilitar al preso.
– Deliberada acumulación de autos de detención, para burlar la libertad.
– Admisiones de culpabilidad coaccionadas.
– Testimonios falsos, incentivados por recompensas.
– No se presume la inocencia; solo se cree en la prueba de cargo.
– Suspicacias y apatía frente a la prueba de descargo.
– Inexcusable déficit de cultura constitucional.
– Decisiones rutinarias, apriorísticas y superficiales.
– Sentencias “complacientes”, para no incomodar al fiscal, ni a la prensa.
– Mala praxis de algunos fiscales.
– Desacierto en múltiples informes forenses.
– Aplicación errónea de estándares probatorios.
– Necesidad de encontrar un culpable: “falsos positivos judiciales”.
– Tozuda negativa a reconocer las equivocaciones.
– Vulneración intencional de derechos fundamentales.
– Fragilidad extrema de la defensa por incompetencia, miedo o servilismo.
– Abuso generalizado del poder estatal.
– Corrupción y politización del sistema judicial.
Urge purificar las costumbres, depurar las pruebas, constitucionalizar los procedimientos, restituir las garantías al procesado. Cada condena inicua deja un ser humano destruido, una familia destrozada, una justicia penal fracasada y decadente. Y para agravar la ignominia, el verdadero criminal sigue libre y el crimen continúa en la impunidad.
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