Columnistas
Fanatismo constitucional
Juan Manuel Charry Urueña Abogado constitucionalista
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Antes de la Constitución de 1991, la disciplina constitucional apenas si era una actividad académica, con una producción bibliográfica muy limitada y unos pocos pronunciamientos judiciales por parte de la Corte Suprema de Justicia y muchos menos del Consejo de Estado, que escasamente superaban un centenar anualmente.
Durante los últimos 20 años, hemos visto la eclosión de un constitucionalismo vigoroso y prolijo. No solo porque rebasó las aulas universitarias, sino porque incrementó notablemente la publicación de artículos, libros y revistas sobre la materia y porque aumentó la actividad judicial. Se cuentan por decenas de miles los pronunciamientos constitucionales cada año.
Todo el Derecho se constitucionalizó; la política y los partidos políticos se constitucionalizaron; el Gobierno cuenta con el intérprete de la Constitución como coadministrador y, finalmente, parece haberse impuesto la acción de tutela contra providencias judiciales, y con ello la supremacía de la Corte Constitucional respecto de las demás corporaciones.
Este fenómeno empieza con la expedición de la misma Constitución de 1991, que incorpora más asuntos en su texto, nuevas instituciones y procedimientos, más garantías y derechos. Luego, el garante de la integridad de la Carta, con paso lento pero seguro, acude a interpretaciones extensivas: en materia de la acción de tutela, sus alcances se amplían a particulares, a providencias judiciales, a los derechos económicos y sociales, y sus efectos se extienden de manera general (inter pares, inter comunis), más allá de los casos particulares. En cuanto a la constitucionalidad de las leyes, sus fallos se extienden a interpretaciones y condicionamientos, a veces hasta el pago de sus efectos, se analizan otras normas (actos y decretos) cuyo control no estaba inicialmente previsto, y se limita el poder de reforma de la Constitución. Más recientemente, se ha empezado a sostener que todos los derechos constitucionales son fundamentales, lo que en principio los convertiría en derechos protegidos mediante acción de tutela, pero también regulables mediante leyes estatutarias.
Las críticas a un juez constitucional hiperactivista parecen haber sido derrotadas por el argumento de autoridad, la arrolladora reiteración de las decisiones y el inmenso prestigio de la Corte Constitucional.
Son muchos los beneficiarios del juez constitucional: pensionados, asalariados, pacientes, desplazados, deudores hipotecarios, estudiantes, miembros de minorías étnicas, mujeres, niños, personas con limitaciones, reclusos, etc., que explican su popularidad y aceptación. Muchos de ellos con derechos ciertos que debían ser protegidos ante las amenazas o vulneraciones de autoridades públicas y particulares, pero también muchos otros que se beneficiaron de interpretaciones heterodoxas desechadas por los jueces naturales o que simplemente contradicen la decisión política adoptada democráticamente.
De este constitucionalismo desbordado quedan damnificados menos visibles. La relativa subordinación de las otras corporaciones judiciales y la contradicción de sus decisiones, la pérdida de importancia de la ley, el empobrecimiento del foro democrático, el desequilibrio de poderes públicos, la mayor complejidad del orden normativo, la creciente inseguridad jurídica y el desbalance de las finanzas públicas.
De la Constitución se predican argumentos que parecen calcados de los libros sagrados que proporcionan reglas que se siguen ciegamente, que consagran un respeto sin límites a la letra de su texto, que se les cita con frecuencia y a propósito de todo, que los eruditos conocen a fondo y se refieren a ellos en toda ocasión, cuyos devotos se vuelven intolerantes y sordos a toda objeción. En fin, de manera asombrosa presentan los síntomas más constantes del fanatismo, que ante la primera palabra que los contradiga, no reconocen más que el argumento de autoridad, que se resume enteramente en los pronunciamientos de la jurisprudencia constitucional. Se trata de una terrible paradoja de un Estado de derecho, pluralista y democrático, que impone por vía de autoridad una interpretación constitucional omnicomprensiva.
En otras ocasiones he sostenido que el juez constitucional debe ser el árbitro de la política, que garantiza las reglas del debate democrático y los derechos de las minorías, que reconoce que ciertas decisiones políticas no son controlables judicialmente, porque la misma Constitución atribuyó una competencia discrecional a otras autoridades. Sin embargo, en nuestro medio, el juez constitucional se ha convertido en un actor político que dispone de recursos sin consideraciones presupuestales y que diseña políticas públicas, probablemente forzado por las deficiencias gubernamentales, parlamentarias y de los partidos políticos.
En síntesis, de una modesta disciplina constitucional anterior a 1991, hemos transitado hacia un soberbio constitucionalismo con síntomas de fanatismo, que impone recomponer el equilibrio de poderes, conceder espacios a las decisiones políticas adoptadas democráticamente, aceptar que existe una jurisdicción constitucional semi difusa, que la otra Corte y los consejos tienen supremacía en los asuntos de su jurisdicción y que las leyes admiten diversas interpretaciones acordes con la Constitución.
Agradeceré comentarios.
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