“El estado actual de la prosa jurídica en Colombia”
Diego Eduardo López Medina
Profesor Facultad de Derecho Universidad de los Andes
El colega Mauricio Zapata Arango, de Uniaula en Medellín, me preguntó por la investigación que anuncié en mi columna pasada. Le respondo con mucho gusto. A partir de expedientes y memoriales, estamos analizando las características de la escritura forense en Colombia para formular recomendaciones generales de “estilo”. Este estudio proviene de una iniciativa de la Agencia Nacional de Defensa Jurídica del Estado (ANDJE) que está justificadamente preocupada por la calidad de la comunicación jurídica en el país y la manera como esta afecta, primero, la defensa de los intereses del Estado y, segundo, las dinámicas del litigio en Colombia. Este trabajo lo he hecho con un excelente equipo de trabajo liderado por Andrea Celemín y Edwin Molano.
Los hallazgos preliminares del estudio, que se publicará a mitad de año en Legis, son muy dicientes. Partimos de una premisa: los abogados somos escritores profesionales (es decir, escribimos para ganarnos la vida). Esto no implica, sin embargo, que escribamos bien. Todo lo contrario: de los 33 defectos concretos de escritura por los que indagamos, nuestra muestra de estudio señaló que la escritura en Colombia es positiva en todos. Estos defectos son tan solo los más graves en opinión de los expertos en legal writing (como la llaman los gringos). Esta disciplina apenas empieza a aclimatarse en nuestros lares, entre otras cosas, por los esfuerzos de la Real Academia de la Lengua en su reciente Manual de estilo de la justicia (2017).
La más conspicua de las fallas es también la más evidente: los textos carecen de una rigurosa revisión y edición antes de su presentación. Sin este tamiz obvio, los textos lucen apresurados. Contienen desde errores evidentes (como los de tipografía) hasta cuestiones más profundas de claridad y corrección en la argumentación. Un sorprendente 66 % de la muestra exhibió esta falta grave en el proceso escritural. La edición de texto es el último y más potente recurso para evitar otros defectos graves de la escritura. Omitirlo nos deja expuestos y desprotegidos.
En un segundo lugar, el muestreo indica que los abogados tenemos un estilo pesado y oscuro para escribir. Somos verbosos. Decimos cosas sencillas en oraciones y párrafos laberínticos. El 64,5 % de la muestra indicó que los escritos contienen oraciones demasiado largas. La recomendación de los expertos apunta a que las oraciones de un escrito no tengan, en promedio, más de 20 palabras.
Muchas de las oraciones encontradas son horrorosamente largas: la muestra nos ofreció múltiples ejemplos de párrafos unioracionales, es decir, de párrafos largos formados por una sola oración. La campeona fue una tremenda anaconda de 192 palabras que se retorcía entre frases subordinadas y cualificaciones a diestra y siniestra. Como con las anacondas de verdad, lo mejor es salir huyendo de ellas.
Los otros resultados son también muy dicientes: uso inadecuado de los signos de puntuación en el 61 % de la muestra; malas decisiones de diagramación de texto y página en el 57 %; errores de citación bibliográfica y jurisprudencial en el 53 %; copia textual de extractos normativos y jurisprudenciales excesivamente largos en el 52 %; falta de estructura o armazón en el texto que permita seguir con facilidad el hilo argumental en el 48,5 %; falta de adecuada determinación o jerarquización de los problemas jurídicos discutidos en el caso en el 38 %.
Con estas características, el panorama no es particularmente halagüeño: muestra un mar de prosa larga, pesada, lenta, circular y redundante. Lo sabíamos de tiempo atrás. Nos aburrimos leyendo a nuestros colegas y ellos se aburren leyéndonos a nosotros. Sabemos, además, que muchas de las páginas que escribimos nadie las lee en realidad. La congestión judicial inmanejable obliga a la lectura diagonal o, peor aún, al paso apresurado de las páginas del expediente en un falso escaneo a ojo desnudo. La justificación de esta práctica apunta al mismo problema: los abogados se repiten a sí mismos y no vale la pena leerlo todo de nuevo.
Esta columna la cierro con unos datos: la redacté en 10 párrafos, 52 oraciones y 755 palabras. El promedio de palabras por oración fue de 14,5. La oración más larga tuvo 50 palabras; la más corta solo dos y, de hecho, lleva el peso del argumento central y, al menos a mí, es también la que más me gusta: “Somos verbosos”. El último dato lo tiene que suministrar el lector: ¿Fue clara? ¿Trasmitió una idea que valiera la pena? ¿Fue eficiente y elegante al hacerlo? Ojalá que sí, piensa candorosamente el autor, que pone el punto final.
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