Columnistas
Arreglos desarreglados
Ramiro Bejarano Guzmán Director del Departamento de Derecho Procesal de la Universidad Externado de Colombia
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Los penalistas suelen creer que el Derecho Penal es un tema exclusivo de ellos, y tal vez esa no disimulada arrogancia sea la causa del drama que agobia la justicia penal y la ha hecho poco confiable. Como asunto tan axial no tiene dueño alguno, me ocupo de lo que en mi sentir es central en este escenario.
El artículo 66 de la Ley 906 del 2004, si bien consagró la titularidad de la acción penal en cabeza de la Fiscalía General de la Nación, también previó la renuncia a la misma “en los casos que establezca la ley para aplicar el principio de oportunidad regulado dentro del marco de la política criminal del Estado”. Este instituto del principio de oportunidad resultó ser uno de los cambios estructurales que sufriría el ente acusador y uno de los más complejos retos en la materialización del nuevo sistema.
La figura de los acuerdos con los procesados proviene del derecho anglosajón, el cual obedece a una estructura estatal diferente del nuestro. El Centro de Administración de Justicia Criminal de la Universidad de Nueva York describe esta facultad indicando que “ningún actor en la justicia criminal detenta más poder que el fiscal. Los fiscales tienen la autoridad de tomar decisiones importantes, realizar acuerdos de cooperación, inducir aceptaciones, y a menudo determinar el sentido de las sentencias o los rangos de las penas. En el sistema actual, los acuerdos para reducir la pena o la negociación de cargos es la norma, siendo que más de 90% de los casos nunca van a juicio ante un juez o un jurado (…) La discreción del ente acusador es por tanto el asunto central en la justicia criminal hoy en día, en todos los niveles del Gobierno. A pesar de su incuestionable importancia, existe gran carencia en investigación sobre cómo se debería ejercer esta discreción y qué mecanismos podrían emplearse para mejorar la toma de decisiones a nivel acusatorio”.
A pesar de la figura del Common Law, que inspiró la consagración del preacuerdo en nuestra legislación penal, en Colombia dicha potestad varía sustancialmente, principalmente porque el ente acusador hace parte del Gobierno en EE UU, mientras que aquí pertenece a la Rama Judicial. La complejidad no yace únicamente en las dificultades que se derivan de realizar transplantes de instituciones jurídicas sin preguntarse si los problemas que atacarán son los mismos en los diferentes contextos en que se aplican, sino la permanente tensión que existe entre la forma en que el ente acusador diseña y ejecuta una política criminal y lo que la sociedad civil espera de la Fiscalía.
Nuestra Fiscalía no ha dimensionado el inmenso poder de realizar preacuerdos, ni el determinante efecto simbólico que tiene frente a los usuarios de la administración de justicia. Por un lado, la posibilidad de negociar con los sindicados puede resultar el as bajo la manga para acabar con las grandes organizaciones criminales, cuya persecución jamás funcionaría a nivel individual. Pero, por el otro, la realización de preacuerdos puede conducir a la creación de un imaginario entre la ciudadanía de que la justicia no se cumple y que los delincuentes audaces son quienes mejor librados salen del proceso penal.
Así se evidencia con los preacuerdos que realizó la Fiscalía con los primos Nule o con el contratista Julio Gómez, por el llamado “carrusel de la contratación”. Los Nule resultaron condenados a algo más de siete años, pero con las rebajas saldrán libres en menos de cuatro; mientras a Gómez le espera suerte similar, no obstante sus graves faltas y los cuantiosos daños a la ciudad.
Situaciones como estas generan la impresión de que los delincuentes salen siempre ilesos, lo cual arroja dudas sobre la contundencia de la información que aportan para gozar del principio de oportunidad. Así mismo, ese tratamiento benigno parece sugerir que las autoridades no se impresionan con el impacto de la empresa criminal, ni con las nefastas consecuencias de la corrupción sistemática.
La Fiscalía debe encontrar la manera de utilizar el inmenso poder de los preacuerdos, teniendo en cuenta los evidentes beneficios que de ellos se pueden obtener cuando se utilizan de manera correcta, y cuidando los funestos efectos que se pueden generar cuando se desconoce que en un proceso público, como lo es el sistema penal acusatorio, la gente está mirando y juzgando a la justicia. Afortunadamente, los preacuerdos son revisados por el juez de control de garantías, y esto puede constituir un filtro importante para controlar este poder que se ha otorgado al ente acusador y que puede resultar la salvación o sepultura de nuestra justicia penal.
Que los penalistas sepan que la suerte de la maltrecha justicia penal no nos es indiferente al resto de sus compatriotas.
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