Pasar al contenido principal
20 de Abril de 2024 /
Actualizado hace 12 horas | ISSN: 2805-6396

Openx ID [25](728x110)

1/ 5

Noticias gratuitas restantes. Suscríbete y consulta actualidad jurídica al instante.

Opinión / Columnista Impreso

Columnistas

Adanes

14612

Maximiliano Aramburo

Profesor de la Universidad Eafit

marambur@eafit.edu.co

 

Hace algún tiempo un viejo profesor que asesoraba un trabajo de grado puso como condición a su orientado que no hiciera citas de ningún tipo: solo admitiría como trabajo lo que el estudiante hubiera pensado y redactado íntegramente por sí mismo, sin alusiones a nada y a nadie. La anécdota es real: estaba dispuesto a emplearse la vida descubriendo cualquier coma que perteneciese a otro —aunque ese otro fuese el legislador— y a gritarlo a los cuatro vientos. La explicación de tal consejo podía ser la mitigación de eventuales acusaciones de plagio, tan de moda por estos días. “El ladrón juzga por su condición”, pensaban los críticos. Pero el consejo del viejo profesor podía juzgarse también benévolamente: o cultivaba el género del ensayo, en el sentido más puro del género; o se trataba de una exigente estrategia metodológica para depurar el estilo propio; o… era una víctima más del adanismo académico.

 

La primera hipótesis quedaba razonablemente descartada, pues no es el ensayo el género habitual de los trabajos de grado, aunque el graduando, al igual que el ensayista, “no sabe del todo de qué habla”, como escribió Savater. Además, el profesor aquel no era (ni pretendía ser, ya en el ocaso de su vida) ningún Montaigne: al contrario, solía aplicarse más al género del tratado que —nuevamente en palabras de Savater—, a diferencia del ensayo, “se asienta en la certeza y en la convicción de estar en posesión de la verdad”. La segunda hipótesis, aunque plausible, fue considerada carente de sustento, pues a lo largo de su prolongada carrera el viejo docente hizo más por su vocación de orador que por la de formador.

 

La tercera hipótesis tomó fuerza: el adanismo, inspirador de tantos tratados y manuales en nuestro medio. El impulso detrás de quienes consideran que todo les ha salido del magín —mentes  bendecidas o farsantes sin escrúpulos— y se han convencido a sí mismos de que lo suyo es creación pura, alejada de toda vulgar copia; de que sus reflexiones brotan prístinas del intelecto inmaculado, con la mera lectura del texto legislativo sobre el que se pronuncian, iluminando a los demás, pobres ignorantes incapaces de leer por sí mismos lo que el legislador ha dicho o ha querido decir.

 

Adanes (¿Adonis?) académicos se cuentan por montones en la literatura jurídica. Pero los hay de al menos dos tipos. Unos, que bajo la máscara de la pureza esconden un rancio formalismo: se pasean por el inciso y glosan el parágrafo, enriquecidos únicamente por los casos que han pasado por sus manos o que han visto en los pasillos judiciales y han tomado “prestados”, porque eso no es plagio. Aborrecen la jurisprudencia y usan la casuística como ejercicio de imaginación, fantasía literaria. Desconfían de la cita y escriben sin pudor 500 folios con apenas referencias, que serían 200, si se les prohibiese reproducir al milímetro cada disposición normativa. “La ley establece”, “la norma señala”, “el artículo dice”, son sus expresiones favoritas. Paradójicamente, se ven compelidos a publicar sus comentarios a la ley, porque sienten que el lector les necesita como un cojo necesita un bastón. Los otros, por el contrario, procuran convencernos de que, sentados en cómodos sillones o estrujando sus neuronas en asépticos escritorios, han arribado a sesudas conclusiones sin apenas atención a las páginas leídas. Viven en el cielo de los conceptos jurídicos, la excelsa broma de Ihering. Para ellos, nada nuevo puede decirse ya: citar es copiar.

 

Frente a ellos, adanes impolutos, se alza con timidez la vieja imagen atribuida a Bernardo de Chartres, que ha inspirado a decenas de pensadores desde el siglo XII, en la que se apoya la versión académica de un conocido motor de búsqueda web: somos enanos a hombros de gigantes y es solo gracias a esos hombros que podemos ver más lejos. Razón tenía Guido Calogero, quien afirmaba, dicen, que solo leyendo a otros se aprende a pensar por sí mismo. 

Opina, Comenta

Openx inferior flotante [28](728x90)

Openx entre contenido [29](728x110)

Openx entre contenido [72](300x250)