11 de Diciembre de 2024 /
Actualizado hace 5 hours | ISSN: 2805-6396

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Opinión / Columnista Impreso

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Abismo itinerante

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Ramiro Bejarano Guzmán

Ramiro Bejarano Guzmán

Director del Departamento de Derecho Procesal de la Universidad Externado de Colombia

 

 

¿Cuál es la razón para que la Ley 1450 del 2011 (Plan Nacional de Desarrollo 2010- 2014) haya abierto camino para que el Ministerio de Justicia y del Derecho asuma funciones jurisdiccionales que le permitan conocer de los asuntos atribuidos a la Superintendencias de Industria y Comercio, la Financiera y la de Sociedades y de paso haya reformado la Ley 1395 del 2010, que todavía no había empezado a operar, en cuanto aceleró el inicio del cómputo de duración de los procesos?

 

En efecto, el artículo 199 del citado plan previó: “con el fin de contribuir al acceso eficaz a la justicia y a la descongestión judicial” el Ministerio del Interior y de Justicia, o quien haga sus veces, “podrá, bajo el principio de la gradualidad de la oferta, operar servicios de justicia en todos los asuntos” que conocen las superintendencias antes mencionadas y de los previstos “en la Ley 1380 del 2010 sobre insolvencia de personas naturales no comerciantes y en la Ley 1098 del 2006 de conocimiento de los defensores y comisarios de familia”.

 

Si el experimento de atribuir funciones jurisdiccionales a entes administrativos todavía suscita dudas tanto sobre su eficacia como sobre su autonomía e independencia, el extender esa facultad precisamente a un ministerio puede resultar siendo una aventura para la administración de justicia.

 

Un ministerio, cualquiera que él sea, está comandado por un ministro que tiene funciones políticas y cuya designación además obedece a la articulación de un complejo mapa político. Fácil resulta suponer que no faltará el político amigo del ministro de turno que se acerque a su despacho a pedirle algo en relación con un proceso que esté tramitándose en una dependencia de su ministerio. Si los superintendentes de cuando en cuando siente pasos de animal grande por cuenta de la política, lo más probable es que un ministro termine sucumbiendo a las presiones de sus aliados y que ello se traduzca en una que otra de las decisiones judiciales a proferirse por ese ministerio.

 

La bondad del remedio de atribuir funciones jurisdiccionales a entes administrativos para descongestionar la justicia es bien discutible, a juzgar, por ejemplo, con lo que viene ocurriendo en varias superintendencias, en donde a veces tardan más tiempo los procesos que cuando se ventilan ante la justicia ordinaria.

 

Adicionalmente, el artículo 200 del nuevo Plan de Desarrollo dispuso que en los procesos civiles que estuvieren en curso al momento de expedirse la ley (jun. 16/11) en los que “ya se hubiere notificado del auto admisorio de la demanda o del mandamiento ejecutivo, el plazo de duración de la primera instancia previsto en el artículo 9 de la Ley 1395 de 2010 comenzará a contarse a partir del día siguiente a la vigencia de esta ley”. Igualmente previó que a partir de esa misma fecha “comenzará a correr el plazo de duración de la segunda instancia para los procesos que se hubieren recibido en la secretaría del juzgado o tribunal”.

 

Es decir, contario al espíritu de la Ley 1395 del 2010, respecto de la cual ya se había madurado en el país la conclusión de que los plazos para fallar en primera y segunda instancia empezarían a computarse solo cuando ya estuviere operando la oralidad en cada distrito judicial -lo que debía ocurrir en un plazo de tres años-, el nuevo Plan de Desarrollo impuso que tales términos empiecen a correr inmediatamente expedida la ley, para aquellos procesos donde ya estuviere notificado el auto admisorio de la demanda o el mandamiento ejecutivo.

 

En otras palabras, en esos procesos, el término del año para fallar en primera instancia empezó a correr el 17 de junio del 2011 y terminará el mismo día del 2012; y para la segunda instancia, el término empezó a correr el 16 de junio del 2011 y vencerá el 16 de diciembre del 2011. A esa presión han quedado sujetos los jueces, aun cuando en sus despachos no esté operando la oralidad, lo cual es lo más parecido a un desastre.

 

En los procesos donde al expedirse la ley no estén notificados el mandamiento de pago o el auto admisorio, el término de duración de un año o seis meses, para primera o segunda instancia, se comenzarán a computar cuando el demandado se notifique de tales providencias.

 

Claro que resulta imposible no aplaudir la decisión de obligar a que los procesos judiciales sean resueltos con prontitud. Justicia tardía es impunidad. Pero pretender que los jueces fallen en un año los asuntos de primera instancia y en seis meses los de segunda instancia, sin que por otro lado se les garantice que sus despachos serán dotados de todos los recursos para que la oralidad funcione a cabalidad, es casi que empujar la administración de justicia al despeñadero.

 

Como el inciso 5º del artículo 200 de la Ley 1450 del 2011 previó que, si los jueces no fallan en el término que deben hacerlo, los procesos pasarán a jueces o magistrados itinerantes designados por el agonizante Consejo de la Judicatura, resignémonos desde ya, porque llegará un día en el que la justicia toda será itinerante. Amanecerá y veremos.

 

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