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28 de Marzo de 2024 /
Actualizado hace 1 día | ISSN: 2805-6396

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Opinión / Columnista Impreso

Dos padres en la historia de Colombia

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Diego Eduardo López Medina

Profesor Facultad de Derecho Universidad de los Andes

diegolopezmedina@hotmail.com

Los duelos ajenos hay que respetarlos y acompañarlos, nada más que eso. Por regla general. A menos que esos duelos se hayan convertido en duelos públicos, que nos llegan a interesar y a afectar a todos. En esos casos, aunque sea a la distancia, son duelos que también nos toca hacer. Hay dos padres en la historia reciente de Colombia que fueron víctimas de la violencia. El duelo corresponde a sus familias, faltaba más. Pero esos padres se han convertido en víctimas (íconos de un lado y estereotipos del otro), un poco padres ya de todos, en un conflicto nacional que ha sido político, militar, jurídico y, cada vez más, sico-espiritual. Para la polarización nacional es anatema escribir, como lo voy a hacer a continuación, dos nombres en una misma línea: Manuel Cepeda Vargas y Alberto Uribe Sierra, o Alberto Uribe Sierra y Manuel Cepeda Vargas, en el orden que prefieran. Aunque ausentes por años, siguen siendo personajes públicos de la Colombia actual.

 

Ya es parte del acervo cultural ese hermoso refrán, atribuido a algún pueblo africano, según el cual “para educar a un niño, se necesita una aldea”. Yo me atrevería a ofrecer una extensión: “Para enterrar a un padre, también se necesita una aldea”.

 

En la película polaca Corpus Christi (Jan Komasa, 2019, nominada al Oscar como mejor película extranjera), la paz de un pueblo se ve trastornada por la muerte de siete personas en un choque de frente entre dos automóviles. En uno de ellos iban seis muchachos jóvenes; en el otro un hombre solo, mayor, al que todos en el pueblo culpan por ir borracho. A ninguno de los cuerpos se le hizo alcoholemia: solo tenemos un choque frontal desastroso y múltiples suposiciones sobre la responsabilidad. Los familiares de los muchachos y el pueblo en general asumen que el hombre causó el accidente; han aislado y hostigado a su esposa (que solo conocemos como “La Viuda”), una mujer aislada y resentida, como si también tuviera culpa de la tragedia.

 

Pero, poco a poco, las certezas se van perdiendo: en las redes sociales circulan fotos de los muchachos bebiendo y consumiendo drogas en una fiesta ¿antes del accidente? Eliza, la hermana de uno de los muchachos fallecidos, conoce esas fotos y, quizás por eso, se acerca a La Viuda, con quien entabla amistad.  En uno de los diálogos entre Eliza y La Viuda, esta revela que su esposo, que toda la comunidad acusaba como borracho, estaba plenamente sobrio el día del accidente, pero que había dejado en la casa una nota de suicidio. ¿Muchachos borrachos? ¿Esposo suicida? No lo sabemos.

 

En lugar de exigir la elusiva e incierta “verdad de los hechos”, Eliza actúa desde el corazón: decide acompañar a La Viuda a llevar las cenizas de su esposo al cementerio del pueblo, a pesar de la resistencia generalizada. Cuando el mínimo cortejo desfila por las calles, los familiares de los muchachos muertos observan indignados; sin embargo, en un arranque de benevolente humanidad, una de las madres de los muchachos empieza a caminar con La Viuda y Eliza. Y luego, poco a poco, se suman algunos otros habitantes del pueblo. La indignación de unos se ha convertido en solidaridad. 

 

Cuánto desearía para mi país que un día pudiéramos llevar juntos las cenizas de estos dos hombres, de Manuel Cepeda Vargas y de Alberto Uribe Sierra, de Alberto Uribe Sierra y de Manuel Cepeda Vargas, a un cementerio común –quizás imaginario–, y que allí sus hijos y familias pudieran acompañarse mutuamente para aliviar el dolor compartido. Y deseo también que, ojalá, algunos miembros de la aldea también caminen con ellos en silencio.

 

Y ese día, por lo menos, se honrarán sus memorias sin miedo ni rencor…

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