Columnistas
Supremas elecciones
Maximiliano A. Aramburo Calle
Profesor de la Universidad Eafit
Hace unas semanas fueron elegidos, en una sola sesión, los nuevos magistrados de la Corte Suprema de Justicia, que llegan a ocupar las siete vacantes que había, algunas de ellas desde hace tanto tiempo que hay que consultar las hemerotecas para decirlo: 19 meses. Aunque no es posible hacer un análisis en profundidad, el contraste con lo que ha representado en EE UU el remplazo del fallecido justice Scalia arroja algunos datos para tener en cuenta. Un obvio punto de partida, claro, consiste en reconocer que nuestra Corte Suprema no es la Supreme Court estadounidense, ni por sus funciones, ni por su conformación; y en reconocer, además, que el contexto, si acaso, podría permitir algunos puntos de cotejo con la conformación por el Presidente de las ternas para nuestra Corte Constitucional. Pero de lo que se trata no es de hacer una comparación, sino de mirar nuestro propio caso y en un nivel de análisis que solo pretende llamar la atención sobre algunos datos.
Lo primero que llamó la atención fue la dilación, que recordó la situación de diciembre del 2010. ¿Por qué le resulta tan difícil a la Corte elegir a los magistrados que han de integrarse a la misma? ¿Qué puede justificar una dilación de hasta 19 meses, si las listas de elegibles — con todo lo que pueda reprochársele al procedimiento de selección y a la institución que lo ejecuta — suelen confeccionarse oportunamente? En el caso de la vacante dejada por la exmagistrada Ruth Marina Díaz Rueda, por ejemplo, la lista de elegibles estuvo elaborada desde dos meses antes de que terminase el periodo de quien fuera presidenta de la Corte. ¿Fue imposible que Corte se reuniera antes de marzo del 2016 para deliberar al respecto? Preocupa que en la administración de vacantes se corra el riesgo — ¡que ojalá nunca se materialice! — de que los nombramientos no se den por los méritos de los elegidos y las sillas en la Corte se conviertan en moneda de cambio de nocivas negociaciones.
Otras cuestiones son, si no preocupantes, al menos tristes: para ninguna de las siete vacantes se eligió a una mujer, aunque tres de ellas venían de ser ocupadas por mujeres. Y solo dos de los siete magistrados se hicieron abogados en ciudades diferentes de Bogotá. Respecto de lo primero, seguramente estaremos de acuerdo en que se debe juzgar la idoneidad personal y profesional y no el sexo del aspirante (y este no es el escenario para poner en tela de juicio los méritos de los nuevos magistrados). Pero no deja de ser un dato significativo que hoy solo 3 de 23 miembros de la Corte Suprema sean mujeres (una en cada sala), mientras que en los niveles inferiores de la jerarquía judicial parece ser clara la mayoría femenina, lo cual reflejaría lo que sucede en las facultades de Derecho, al menos en el colectivo de estudiantes, donde casi nunca hay paridad entre los sexos y casi nunca hay mayoría de hombres. Acaso la explicación estadística para la elección sea esta: en las listas de elegibles había 27 mujeres frente a 67 hombres. La pregunta, entonces, es si esto puede cambiar en el futuro cercano o si hay condicionantes objetivos que impiden que las mujeres aspiren a los altos cargos de la administración de justicia. La cuestión, que no es menor, se ha planteado recurrentemente en relación con la Corte Constitucional, en razón de la necesaria conformación de ternas que deben incluir al menos una mujer, a pesar de lo cual solo hay dos mujeres frente a siete hombres. Por su parte, actualmente en el Consejo de Estado se llega forzadamente a un tercio de mujeres.
Con respecto a lo segundo, la cuestión importante no es tanto la representación regional (que la hay, sin duda), sino la importancia de la universidad en la que se haya cursado el pregrado, a la hora de aspirar a la alta magistratura. Pero esa es otra discusión, cuyos ingredientes están menos claros.
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