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Opinión / Columnistas

Sobre la paz perpetua y el mejor derecho para el posconflicto

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Adriana Zapata

Doctora en Derecho

 

Para Kant, la paz no es el estado natural de la condición humana, sino el resultado de una voluntad consciente. La paz, en consecuencia, debe buscarse y construirse y, por supuesto, el paso inicial para lograrla no puede ser otro que comenzar por sobrepasar la situación de conflicto. Colombia llegó al punto en el cual, tras años de contienda interna, sus Fuerzas Armadas lograron poner suficiente presión sobre los insurrectos, al punto de llevarlos a considerar que su mejor opción es el diálogo. El mérito a destacar del actual Gobierno está en haber identificado y actuado sobre el momentum de nuestra realidad social, abriendo los espacios para el entendimiento y la construcción de la paz.

 

¿Cuál es el derecho que nuestro país requiere para enfrentar el posconflicto y asegurar la paz permanente? Es decir, ¿podemos considerar que tenemos las normas adecuadas para escribir este nuevo capítulo?

 

Con Kant, sabemos que el derecho sirve al propósito de encauzar la conducta humana y como límite al poder. En nuestra tradición santanderista, el país ha visto transcurrir su historia presenciando un ejercicio permanente de creación de normas. Está en nuestra mentalidad proponer leyes cada que surge un problema, como si de este ejercicio democrático derivará la solución, pero él solo no es suficiente.

 

Las normas crean expectativas legítimas en sus destinatarios, tanto de sujeción a sus mandatos como de reivindicación de los derechos que confieren, y aunque el derecho es derecho como dictado en sí mismo, la no aplicación de la norma lleva a romper la ilusión de las expectativas que crea y a generar un ambiente de inseguridad que afecta la sociedad como un todo. La norma que no se aplica deja entonces de servir a los fines de encauzar la conducta humana y se convierte en un elemento perturbador, pues deriva en sentimientos de impunidad, injusticia e inseguridad.

 

El derecho que necesitamos para el posconflicto no es, entonces, otro distinto a un derecho vivo, aplicado, un derecho que realice el ideal de justicia para el ciudadano, que no se marchite, porque sea breve el tiempo que transcurre entre la interposición de la acción y la decisión judicial final.

 

El mejor derecho también es aquel que aporta predictibilidad por la interpretación consistente de que es objeto por los jueces. Esta condición no se opone a la necesaria adaptación de la norma por parte del operador judicial, ni a los cambios jurisprudenciales cuando las circunstancias lo ameritan; pero sí se opone a la existencia de fallos contradictorios entre salas de la misma corporación o entre las distintas jurisdicciones, como también al hecho de que hoy ningún abogado colombiano pueda estimar la duración de sus procesos, ni asegurar a sus clientes la firmeza de la cosa juzgada ante las incontables opciones de revisión que se logran con el uso indebido del extraordinario mecanismo que es la acción de tutela.

 

En la perspectiva sustancial, el mejor derecho ya lo tenemos, pues aparte de puntuales e impostergables ajustes en ciertos dominios -como el agrario de cara al posconflicto-, el país ya cuenta con instrumentos normativos del mejor diseño. Lo que nos falta entonces es una justicia oportuna y un sólido cuerpo jurisprudencial.

 

En el magnífico ensayo de Kant Sobre la paz perpetua, que aquí he evocado, el filósofo señala: “El jurista, que ha adoptado como símbolo la balanza del derecho, además de la espada de la justicia, se sirve comúnmente de la última, no sólo para apartar todas las influencias externas a la balanza, sino también para el caso de que tenga que poner la espada en el platillo para que no se hunda el mismo”.

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