Sobre el proyecto de reforma a la justicia
Catalina Botero Marino
Decana de la Facultad de Derecho de la Universidad de los Andes. Especialista en Derecho Constitucional y Derecho Internacional de los DD HH
@cboteromarino
Me refiero en este artículo a algunos de los puntos que considero más problemáticos del informe de ponencia para segundo debate del proyecto de acto legislativo que pretende reformar a la justicia. El punto de partida de las afirmaciones que hago lo expresé en una columna anterior: considero afortunado aquello que promueve la autonomía, independencia, transparencia, accesibilidad y eficacia de la administración de justicia, y desafortunado, aquello que afecte estos principios. En este corto espacio, menciono brevemente siete temas que merecen mayor discusión.
La necesidad de un sistema más confiable para el juzgamiento de los funcionarios con fuero se originó, fundamentalmente, por la ineficiencia y la falta de transparencia de la Comisión de Acusaciones de la Cámara de Representantes. Es cierto que la Corte Constitucional en un fallo que encuentro equivocado, pero que hay que acatar (Sent. C-373/16), señaló que era indispensable el antejuicio político. Eso no significa que la Comisión de Acusaciones sea intocable, pues podría crearse un cuerpo independiente, técnico y robusto de investigación que la asista o reformarse su régimen procesal y de responsabilidades. Nada de esto se menciona en la reforma.
Lo que sí pretende hacerse es crear un tribunal de aforados (TA) para juzgar a los magistrados de las altas cortes y al Fiscal General, pero cuyos miembros son elegidos por el Congreso. Si se trata de que los magistrados no sean juzgados por la corporación a la cual pertenecen, el TA sobra para los magistrados del Consejo de Estado, la Corte Constitucional y la Comisión de Disciplina Judicial. Pero incluso si se pensara en que es un instrumento necesario, lo que resulta inadmisible es que los jueces del TA sean elegidos por los congresistas. Esta medida establece un desajuste institucional que compromete las garantías de independencia y autonomía de las altas cortes cuyos jueces penales serían elegidos con criterio político, por un órgano político. El hecho de que deban hacerlo de “lista de elegibles” conformadas por concurso de méritos de dos universidades acreditadas no reduce de manera sustancial el margen de riesgo para la justicia. Lo anterior sin mencionar el establecimiento del voto secreto en el juicio por indignidad. Ninguna de las garantías que podrían justificar, en situaciones excepcionales, el voto secreto, es aplicable al juicio por indignidad de los funcionarios aforados.
La reforma busca que el precedente sea obligatorio en los términos que establezca la ley y eso es correcto. Sin embargo, pretende adicionar al artículo 230 de la Constitución un inciso según el cual “todos los casos en que los supuestos de hecho y de derecho sean iguales deberán ser fallados de la misma forma”. Esta cláusula constitucional congelaría las interpretaciones judiciales de tal forma que ni siquiera cuando se logré superar el riguroso test de cambio de precedente se podría cambiar el sentido de una decisión. Es esencial que las cortes que cambian el precedente lo justifiquen de manera explícita, transparente y suficiente. Pero congelar, por vía constitucional, las interpretaciones judiciales, va en contra del valor de la justicia, como lo ha señalado claramente la jurisprudencia de la Corte (por ejemplo, sentencias SU-047/99, C-898/11 o SU-774/14).
No tengo mucho más espacio, pero me parece importante discutir con mayor profundidad, entre otras cosas, las disposiciones que pretenden que el legislador limite los montos de las indemnizaciones por responsabilidad estatal; la incorporación automática a la Rama Judicial de funcionarios nombrados discrecionalmente por el Procurador que no han participado en los concursos de la carrera judicial; la creación del arbitraje legal u obligatorio (especialmente preocupante si se establece para causas que afectan a la población más desaventajada), y, finalmente, la facultad de “compilación” que se asigna al Ejecutivo que, tal y como está redactada, sería más bien una problemática facultad constitucional para codificar toda la legislación por vía de decreto-ley.
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