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18 de Abril de 2024 /
Actualizado hace 3 horas | ISSN: 2805-6396

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Opinión / Columnista Impreso

Reformas judiciales para élites

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Diego Eduardo López Medina

Profesor Facultad de Derecho Universidad de los Andes

diegolopezmedina@hotmail.com

 

El aparato judicial del Estado debe ser visto como un sistema complementario, casi de emergencia, al que se acude cuando la gente no es capaz de gestionar y transformar la conflictividad diaria que enfrenta. La gestión estatal de los conflictos se debe activar cuando, por alguna razón, la gente no puede regresar a una situación de equilibrio social tolerable, o cuando, pudiendo hacerlo, existen razones de orden público para imponer un estándar social distinto al que alcanzaron las partes. La justicia estatal es, en ese sentido, alternativa y complementaria a la amplia autonomía personal y social que tienen las personas para gestionar y transformar sus conflictos. Si lo piensa el lector, esta descripción es cierta para la inmensa mayoría de conflictos que enfrentamos en la vida.

 

Quedan los pocos casos que van a la justicia estatal. Los “pocos” son suficientes, sin embargo, para atascar el sistema. El atasco se une a mala atención a los usuarios, una infraestructura física descuidada y, en general, un procesamiento burocrático y frío del conflicto que dificulta la posibilidad de lograr un sentido de restablecimiento del proyecto de vida (tanto para el demandante como para el demandado). La justicia estatal genera más malestar que bienestar social. 

 

Llevamos años en la “reforma judicial”. Sin embargo, los proyectos presentados no tienen nada que ver con el problema que acabo de esbozar. Hace años hay profunda desconfianza entre las élites políticas y judiciales del país: se miran con recelo, puesto que unas controlan a las otras. La judicial tiene más dientes y ha “mordido” con mayor frecuencia a la política. Al fin y al cabo, ya debe estar por el centenar los políticos enjuiciados y condenados por la Sala Penal. Los políticos, a su vez, quieren “equilibrar” las cargas, porque señalan, primero, que la élite judicial necesita efectivo control frente a sus propios pecados y, segundo, porque quizás de esa forma se logre un mejor equilibrio táctico en el sistema de checks and balances.

 

En la mitad de esta tensión de baja intensidad que ha durado años, los ciudadanos queremos que todas las élites estatales estén sometidas a sistemas creíbles de rendición de cuentas y responsabilidad. Las doctrinas de aforamiento e inmunidad constitucional para las élites fueron quizás útiles en otra época: en esas épocas era posible que se confiara en la irreprochabilidad moral de las élites como para atrincherarlas detrás de los altos muros del fuero constitucional. Hoy, sin embargo, las élites parecen haber descendido de aquel olimpo moral y están muy cerca de las dinámicas ordinarias de la vida política y económica: por lo menos desde hace 50 años las élites están bajo presión intensa de cooptación por diferentes grupos de poder que han ciertamente socavado la creencia generalizada en su intangibilidad moral, si es que alguna vez existió. Y cuando afirman que todavía la tienen, pues la población parece no creerles. Los datos recientes de la historia de Colombia han mostrado que el proceso de cooptación fue parcialmente exitoso.

 

Requerimos, pues, un sistema ordinario de justicia para las élites, y no un sistema extraordinario de aforamientos e inmunidades. Pero, hasta hoy, no ha habido forma de ponerse de acuerdo a quién se le habrá de otorgar esos poderes. Llevamos 10 años tratando de legislar, pero sin genuino espíritu legislador: por sus implicaciones, muchos votan y opinan según sus particulares cálculos y temores con relación a los efectos que tendrá la nueva institucionalidad. El levantamiento de la inmunidad casi absoluta de los aforados constitucionales genera suspicacia e irritación y es interpretada como un ataque a la “majestad” de la justicia y un peligro para la estabilidad del presidencialismo. Puede ser. De otro lado, es imposible negar que una reducción de la virtual inmunidad que genera el actual sistema de aforamiento constitucional puede ser manipulado para menguar el esfuerzo judicial legítimo por moralizar el ejercicio político. Pero el episodio del “cartel de la toga” disolvió la percepción de diferencia moral e igualó a todos, al menos en la percepción, por el rasero más bajo. La cuestión exige discernimiento, no taparnos los ojos.

 

Una nota final. No mucho ha pasado en las reformas judiciales de los últimos años salvo una cosa curiosa y concreta: en pocos años Colombia ha pasado de 71 a 142 magistrados de alta corte. Cada reforma judicial amplía ese nivel de la judicatura, sin ampliar la inversión en la justicia del día a día. En el nuevo proyecto, este equivocado patrón se repite con la creación del Tribunal de Aforados. Pero la pregunta es obvia: ¿es ahí y en ese nivel donde necesitamos inversión para la gestión de los conflictos?  ¿O la “reforma judicial” es apenas una forma de ampliar la torta para la élite?

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