Columnistas
Perdón
Maximiliano A. Aramburo C.
Profesor de la Universidad Eafit
Nada, salvo la coincidencia en el apellido (que alguna raíz común tendrá, imagino), me vincula de manera personal con el escritor vasco Fernando Aramburu. Sin embargo, su literatura, que descubrí por casualidad en su tierra hace algunos años, se me hizo familiar y cercana. Y justamente Patria, su más reciente novela, leída con anteojos de jurista, me ha suscitado algunas reflexiones, más allá del exquisito gusto literario que deja desde las primeras páginas.
Patria, para quien no conoce más que por los medios de comunicación la realidad posfranquista vasca, como es mi caso, es un retrato de un par de familias (muy) comunes de clase media atravesadas por lo que con algo de eufemismo se denomina —como entre nosotros a la guerra de guerrillas— simplemente “el conflicto”. Las vidas intrascendentes de sus protagonistas revelan esplendorosamente qué pasa en un hogar cuando alguien, una persona o un grupo, decide que ahí afuera hay algo por lo que hay que luchar incluso al costo de vidas humanas. Y ese algo se hace parte de la conciencia de la gente llana. Una muerte como cualquiera de las provocadas por ETA es la excusa de Aramburu para describir lo que se destruye a partir de allí. Esa muerte, sin importar quién aprieta el gatillo, inicia la recomposición de las fichas de juego de la vida cotidiana. Las víctimas, los familiares del muerto, se esfuerzan por llevar una vida normal, algunos con más éxito que otros. Y en la novela esa vida normal está marcada por una protagonista invisible: la petición de perdón que una viuda atormentada espera para morir tranquila. Como colombiano, entonces, leer Patria ayuda a comprender a las víctimas de nuestro propio conflicto, que han estado durante años esperando a que sus actores armados pidan perdón para pasar la página.
El perdón, sin embargo, se ha “juridificado” de manera quizás excesiva entre nosotros. Se le ha arrebatado, al menos parcialmente, su condición de acto humano, acaso personal e íntimo entre víctima y victimario, para convertirlo en el objeto de una prestación obligacional, jurídica. En otras palabras, el derecho se ha apropiado del perdón. Vale la pena, entonces, preguntarse si esa es la causa de que en ocasiones ni los victimarios quieran ofrecer disculpas ni las víctimas aceptarlas. La Corte Interamericana de Derechos Humanos y el Consejo de Estado hoy incorporan en sus sentencias medidas restaurativas como, por ejemplo, la solicitud pública del perdón por parte de los responsables de graves violaciones de derechos humanos. La solicitud de perdón, el ofrecimiento de las disculpas, entonces se convierten en el cumplimiento de una obligación impuesta judicialmente y, las más de las veces, ni es sincero ni proviene del perpetrador directo del acto, sino del responsable jurídico de turno de la entidad demandada. La forma del perdón, de esta manera, prevalece sobre el acto mismo: se cumple la obligación jurídica, sin que importe su sustancia. Y los juristas, también tocados por el rey Midas que convierte toda escena de la vida en acto o hecho jurídico, nos damos por satisfechos: pensamos que hemos cumplido.
La sociedad, entonces, parece resignada a elegir entre ese acto meramente formal y la nada. Mientras tanto, los protagonistas de un pasado que no queremos volver a vivir se adueñan de las redes sociales, llenándose de seguidores que les celebran sus nuevas travesuras (porque ya le cumplieron a la sociedad purgando una pena, dicen), mientras las familias víctimas de sus muertos no olvidan las del pasado. En otras ocasiones, como en las tímidas solicitudes de perdón de los actuales comandantes guerrilleros, como paso previo a reincorporarse a la vida civil, las víctimas de las atrocidades afirman sentir sincero alivio, muy a pesar de la viva memoria de lo ocurrido y aunque no se consideren políticamente aceptables todas las consecuencias del llamado proceso de paz. Y allí se comprende, como en la novela, que el Derecho no lo puede todo.
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