Columnistas
Niñas detectives
Mónica Roa
Especialista en uso del Derecho para la promoción del cambio social y en equidad de género
Cuando empezaba mi carrera profesional y realicé mi primera investigación sobre violencia sexual encontré un caso que me impactó profundamente. El expediente me llamó la atención, porque tenía grapada una bolsa plástica que contenía los calzoncitos de una niña víctima de violencia sexual.
La niña vivía con su mamá y su abuela en el primer piso de una casa que compartían con una familia donde había hombres. Un día la niña, que jugaba mucho con los niños del segundo piso, apareció con sangre en su ropa interior. Un dictamen de Medicina Legal determinó que la niña había sido violada y que sus calzoncitos tenían rastros del semen del violador.
El juez tomó testimonio de la otra familia y todos aseguraron que, ese día, cuando la niña estaba jugando en un triciclo se cayó y por eso sangró. Parecería que esa familia buscaba justificar el sangrado, pero no sabía que también existían muestras de semen.
Para mi indignación, el juez nunca contrastó los testimonios con los resultados de Medicina Legal ni ordenó hacer pruebas de ADN a los hombres de la casa y, eventualmente, cerró el caso.
No tengo ninguna duda de que ese asunto determinó mi interés por estudiar los retos de la justicia frente a la violencia machista. No entendía por qué si existe consenso frente a la necesidad de castigar la violencia sexual, especialmente cuando se trata de garantizar el interés superior de los menores, los operadores de justicia permanecían impasibles, por no decir negligentes, ante casos “fáciles” como este donde todas las pruebas estaban disponibles. Llevo 20 años buscando respuestas en países de diferentes regiones del mundo, con diferentes niveles de desarrollo, sistemas jurídicos, contextos culturales y creencias religiosas. Por el momento, solo tengo claro que el problema es global y que lo único que ha funcionado es garantizar una educación sexual de calidad desde edades muy tempranas y generar un cambio de cultura en la Rama Judicial que cuestione cómo los jueces y fiscales entienden su propio rol.
Este mes, leí el caso de una niña madrileña de nueve años que hizo un despliegue de ingenio para desafiar al sistema judicial que llevaba dos años sin creerle sus constantes denuncias de abuso sexual por parte de su padre.
Las denuncias empezaron cuando la niña, hija única de una pareja separada, fue al médico, porque le ardía al orinar. Al ser interrogada por el médico dijo que el papá le hacía cosquillas en los genitales y la había rasguñado y que a ella no le gustaba. El médico reportó a la justicia “sospecha de abuso sexual”, pero los funcionarios a cargo de recoger su testimonio no le creyeron y archivaron el caso.
La noticia es que la niña decidió esconder una grabadora en una de sus medias para obtener una prueba de la conversación con su padre. “¡Mi cuerpo es mío! Y no tienes que hacerme eso nunca”, le dice la niña al padre con vehemencia, tal vez sin terminar de entender la dimensión de lo que decía, pero con plena conciencia de que lo que le ocurría era inaceptable.
El padre no lo negó y se limitó a responder que eran cosquillas y que solo estaba jugando. La grabación llegó al juzgado y la niña está a la espera de que esta vez sí le crean para poder recibir la protección a la que tiene derecho por parte del Estado.
No me queda duda: cuando una niña –o niño- aprende que su cuerpo le pertenece y que nadie tiene derecho a tocarlo sin su permiso tendrá la claridad de rechazarlo, denunciarlo y hacer todo lo que esté a su alcance para detener esa conducta. Por ello, es fundamental fortalecer la educación sexual en edades tempranas, de tal forma que los menores conozcan su cuerpo, sepan usar los términos correctos para referirse a sus genitales y tengan claro que nadie puede tocarlos contra su voluntad.
Esto no es ningún secreto y así lo ha entendido el Consejo de Europa que creó una guía sencilla llamada “La regla de Kiko”, para que padres y maestros enseñen a los menores a reaccionar y pedir ayuda frente a casos de posible abuso.
De otra parte, es absolutamente inaceptable que una niña víctima de abuso sexual tenga que acudir a semejantes maniobras tan audaces para lograr llamar la atención de un sistema judicial ineficaz. ¡No puede ser que en 20 años hayan sido las niñas, y no los operadores de justicia, quienes hayan mejorado sus técnicas de investigación para obtener justicia! La revolución cultural de la justicia es inaplazable en Colombia, Latinoamérica y el mundo.
Pd: Que alguien le cuente al nuevo Fiscal que Colombia tiene compromisos internacionales que la obligan a prevenir, perseguir y sancionar la violencia contra la mujer, que hay estudios que indican que la violencia contra las mujeres tiende a aumentar en etapas de posconflicto y que el mejor indicador de sostenibilidad de paz es el estatus de la mujer en la sociedad. Importante que lo tenga en cuenta para el ejercicio de su cargo.
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