Columnistas
Malas personas, buenos testigos
Maximiliano Aramburo
Profesor de la Universidad Eafit
¿Puede una mala persona ser un buen testigo? ¿Debe admitirse o debe prohibirse, de entrada, la posibilidad de que una persona de despreciable calidad moral (criminales confesos, condenados por delitos atroces, por ejemplo) rindan su testimonio en un proceso judicial? En otras palabras: ¿la calidad moral de un individuo le debería inhabilitar jurídicamente para ser testigo? Y si es así, ¿en qué tipo de procesos judiciales operaría esa inhabilidad?
Las preguntas —que empezaron a darme vueltas a partir de una interesante pregunta en un congreso reciente— cobran relevancia en al menos dos tipos de contextos que la coyuntura obliga a revisar. En primer lugar, frente a temibles delincuentes, como los que en los años ochenta y noventa se adueñaron del país y, ahora, aún privados de la libertad o reconvertidos en vedettes por los medios de comunicación y las redes sociales, ofrecen entrevistas y opinan de lo divino y lo humano, negándose al anonimato del que alguna vez salieron catapultados por el plomo; o como aquellos capaces de cometer decenas de crímenes con víctimas menores de edad, solo a manera de ejemplo. En estos casos, su testimonio podría servir, prima facie, para esclarecer crímenes aún no resueltos.
El segundo tipo de contextos es el representado por los desafíos de la justicia transicional cuando, al margen de las comisiones de la verdad, se abre la puerta de los reconocimientos voluntarios de responsabilidad ante jurisdicciones especiales y la posibilidad de que quienes tomaron parte en las acciones del pasado declaren como meros testigos en los procesos que se adelanten contra otros.
En este segundo grupo también hay que preguntarse qué credibilidad merece, ex ante, la declaración de quienes participaron en la comisión de los delitos en el marco del contexto histórico a cuya superación se tiende con los mecanismos de transición, con el fin de establecer responsabilidades jurídicas.
Un intento de respuesta parece estar orientado por la epistemología contemporánea, que suele apelar a la distinción entre creencia y conocimiento, para sostener la idea de que la información suministrada por un testigo aporta lo primero, pero no permite obtener lo segundo. De esta forma, se llega a considerar que, en general, el testimonio es un medio de prueba realmente débil para la adquisición de “verdadero” conocimiento sobre los hechos en cuestión. Esta tendencia no es ajena al Derecho. Desde siempre, los códigos de procedimiento intentan (en algunos casos con mayor éxito que en otros) contener, por ejemplo, lo que el escritor Héctor Abad llamó “traiciones de la memoria”. En efecto, esas traiciones (que la profesora italiana Giuliana Mazzoni denomina directamente “trampas”) han sido objeto de interesantísimas investigaciones que revelan lo limitado que es el medio de prueba en el que se suelen fijar las mayores esperanzas en los procesos judiciales.
También suele haber normas jurídicas que limitan la admisibilidad de los medios de prueba, de las que el juez puede echar mano para no recibir una declaración, principalmente en función de la condición mental del testigo y con la finalidad de evitar distorsiones epistémicas. Pero la condición moral del testigo, parece, no afecta el grado de creencia que puede derivarse de un testimonio, salvo cuando tal condición moral se refleje en la reiteración de la mentira o el perjurio.
¿En qué podría apoyarse la idea, entonces, de impedir que este tipo de sujetos pueda ser al menos parte (aun débil) del soporte de los enunciados fácticos con los que se construye una decisión judicial? Tanto la credibilidad de los testimonios como el conjunto de herramientas con las que la evaluamos sigue siendo un campo de investigación que puede rendir fecundos frutos, que, además, pueden ser bien aprovechados por el Derecho, donde los jueces operan casi a ciegas. Por eso, la decisión sobre la admisibilidad de la declaración del sujeto moralmente despreciable no puede estar apoyada de antemano en sus conductas del pasado, sino en su relevancia epistémica.
Su exclusión anticipada, sin más, no es otra cosa que moralina.
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