Legitimidad moral y jurídica del derecho de los jueces
Javier Tamayo Jaramillo
Exmagistrado de la Corte Suprema de Justicia y tratadista
tamajillo@hotmail.com, www.tamayoasociados.com
En reciente sentencia del Consejo de Estado (Rad. 44001-33-31-002-2002-00438-01, jun. 4/19. Demandantes: Luis Carlos Martínez y otros), esta corporación, para justificar el llamado “activismo judicial” basado en el precedente obligatorio y en el discrecional desconocimiento de la ley por parte de los falladores, acudió a sutiles argumentos que crean la falacia de que estos hacen parte del ordenamiento jurídico. La síntesis es simple: según el Consejo de Estado, el legislador obedece a la presión de grupos de poder interesados en imponer el contenido de las leyes en el Parlamento, razón por la cual las altas cortes están legitimadas para modificar y reinterpretar dichas leyes. Es decir, las cortes tienen la facultad de desconocer la división de poderes y de aniquilar, poco a poco, la existencia del Parlamento, lo que, sin duda, contradice la Carta Política.
Dice el fallo: “La sociedad actual está compuesta por una amplia diversificación de grupos y estratos sociales que participan en el ‘mercado de las leyes’ (…) hay que decirlo, también como consecuencia de la presión que sobre el legislador ejercen los intereses corporativos, hecho que, sin lugar a dudas, erosiona el fin supremo de la seguridad jurídica del hombre común y obviamente del operador jurídico”.
Estos argumentos nos obligan a preguntarnos por la legitimidad jurídica y moral del denominado derecho de los jueces. En cuanto a lo primero, es preciso observar que el artículo 1º de la Constitución establece que Colombia es un Estado social de derecho. Y en normas posteriores prevé la división de poderes, concediendo al legislador la facultad de hacer las leyes.
Sin embargo, conscientemente o no, la Corte Constitucional aplicó, sin decirlo expresamente, la doctrina neomarxista del uso alternativo del Derecho, o derecho de los jueces. Según esta, la lucha de clases se logra no por el uso de las armas, sino mediante la penetración pacífica de los llamados intelectuales orgánicos o funcionales, en el aparato judicial, arrebatándole al Ejecutivo y al Legislativo las potestades que les otorga la Constitución. De esta forma, se crea una Constitución material, al estilo Schmitt, paralela a la Carta escrita, la cual va perdiendo su esencia coercitiva. Dicho de otra forma: en la actualidad, la soberanía colombiana no está en manos del pueblo, sino de las altas cortes, pues ellas se arrogan, incluso, la facultad de cambiar normas constitucionales, incluyendo la destrucción de la división de poderes. Ahora, ese despojo de los poderes del pueblo, del Ejecutivo y del Legislativo es un golpe de Estado de partido único. Se me dirá que la mayoría de los jueces no son neomarxistas. Acepto: la mayoría no lo es confesamente, pero, para muchos, sus concepciones sobre la ley y el poder de los jueces se identifican con esta doctrina.
Más grave aún: el fallo que comento contiene un párrafo de estirpe totalitarista y de homogeneidad ideológica, que destruye la democracia pluralista. Según el Consejo de Estado, “el pluralismo de las fuerzas políticas y sociales conduce dialécticamente y de manera irrefutable a la heterogeneidad de los valores e intereses expresados en la ley, la cual es manifestación e instrumento de enfrentamientos y competencia entre los diversos grupos e intereses en juego y, por ende, ella no pone fin al conflicto, lo mantiene”.
Léanlo de nuevo, y verán que, para el Consejo de Estado, el pluralismo, esencia de la democracia participativa en la creación de la ley, no permite la creación homogénea de leyes, lo que lejos de lograr la convivencia lo que hace es agrandar el conflicto. ¿Qué pretende el fallo?
En realidad, el párrafo significa que las normas deben ser producto de una línea de pensamiento homogéneo. Y ello solo se consigue con tribunales o parlamentos de pensamiento unánime, en los que no haya discrepancias. Todo esto contrario a la democracia del Estado social de derecho.
Y, desde el punto de vista moral, la legitimidad del derecho de los jueces es todavía menor. Para legitimarse, el derecho de los jueces, por lo menos políticamente, requiere que los falladores posean una sabiduría y una honestidad a toda prueba. Hércules, el juez utópico de Dworkin, cuando se halla en búsqueda de la única solución correcta, se comporta como un personaje consagrado a la reflexión, alejado de los demás factores de poder, y de quienes puedan ser partes en litigios sometidos a su competencia.
Pero es aquí donde el derecho de los jueces carece, por lo menos en Colombia, de legitimidad moral. En efecto, para que este pueda prescindir de la ley y del Parlamento, requiere que todos, absolutamente todos los jueces, sean sabios, justos y honorables, pues si unos pocos no lo son, el sistema se desabarranca, ya que la duda que se abre sobre la totalidad de los falladores es de tal magnitud que el creacionismo judicial se torna amenazante. ¿Qué legitimidad y confianza nos merece un precedente obligatorio, si, en algunos casos, se descubre que hay jueces venales al servicio de movimientos políticos de sus afectos o de sus intereses, o de corruptos y narcotraficantes? ¿Qué credibilidad nos da la selección de tutelas en la Corte Constitucional, si se descubre, como ha ocurrido, que a veces, hay burdos prevaricatos de algunos magistrados que protegen intereses de grupos pertenecientes a diversos factores de poder? ¿Qué legitimidad moral tiene el derecho de los jueces, si en algunos casos, magistrados de la Sala Penal de la Corte Suprema han estado al servicio de delincuentes de la peor calaña?
En consecuencia, el derecho de los jueces nos muestra que las altas cortes, por lo menos en Colombia, no están legitimadas ni jurídica ni moralmente, para remplazar y desplazar al legislador, pues ellas, como este, adolecen de los mismos vicios.
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