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20 de Abril de 2024 /
Actualizado hace 13 horas | ISSN: 2805-6396

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Opinión / Columnista Impreso

Columnistas

La guerra de las falacias

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Maximiliano Aramburo

Profesor de la Universidad Eafit

marambur@eafit.edu.co

 

En sus columnas de opinión –que se publicaban en un diario español con el título que encabeza este texto y que luego fueron compiladas en un libro– el profesor Manuel Atienza solía ocuparse de cuestiones cotidianas de la vida de su país mediante el ejercicio de desenmascarar las falacias que encontraba en los discursos de los personajes públicos.

 

Las falacias, para jugar con el título de un buen libro de Luis Vega, otro filósofo español, constituyen una verdadera fauna. Y resulta inevitable pensar en ello ahora que ha comenzado la campaña por el llamado Plebiscito para la Paz, pues para nadie es un secreto que buena parte del interés que suscita actualmente la argumentación (también la jurídica) está conectado con la democracia y, particularmente, con la idea de democracia deliberativa.

 

En efecto, a pesar del notable auge de la argumentación jurídica en nuestro medio (al menos como disciplina de estudio en los planes curriculares de las facultades de Derecho) hay una idea, algo difundida, de que argumentar bien sería algo así como aplicar un conjunto de técnicas para exposiciones eficaces, para lo que algunos llaman el “dominio” del auditorio y que concibe todo ejercicio de argumentación como un ejercicio exclusivamente retórico, cuya única finalidad es obtener la adhesión del destinatario del discurso.

 

Es, en últimas, una concepción de la argumentación que destaca solamente un aspecto de su dimensión pragmática. Muchos han sostenido, incluso, que en la argumentación retórica no tiene sentido hablar propiamente de falacias, pues se trata de discursos cuya valoración debería darse únicamente en términos de eficacia.

 

De acuerdo con esta idea, tendría sentido afirmar que la discusión sobre el plebiscito se da en el marco de una argumentación cuyo carácter es (al menos predominantemente) retórico y cuya eficacia se medirá en las urnas. Sin embargo, cuando se trata de cuestiones cuya trascendencia política es tan alta no resulta particularmente difícil identificar en las antagónicas posiciones argumentos que sencillamente no funcionan, como los que apelan a despertar o estimular miedos y emociones o los que se basan en enmascarar lo que los acuerdos hasta ahora divulgados dicen y en suponer lo que no dicen.

 

Lo han hecho promotores de ambas posiciones ligando el cielo o el infierno a cada uno de los dos posibles votos, en ocasiones con total prescindencia de los textos en los que consta lo efectivamente acordado y al margen de sus posibilidades reales de implementación. La manipulación retórica, a estos efectos, es como las brujas del refranero popular: no hay que creer en ella, pero ciertamente existe y juega un papel relevante, como lo ha jugado, casi siempre, en la arena electoral.

 

¿Es posible, entonces, pasar a la guerra de las falacias en la discusión sobre el plebiscito? ¿Es esa discusión estructuralmente diferente de la que, por ejemplo, se ha de librar en relación con el referendo que busca prohibir la adopción por parte de parejas del mismo sexo u otras semejantes? ¿El tipo de debate al que estamos habituados en “la cosa pública” admite la caza de falacias y de ideologías?

 

Los discursos que clasifican a los ciudadanos en amigos y enemigos en función de sus afinidades políticas, es cierto, no ayuda mucho a estos fines. La pretensión de Perelman de un auditorio universal constituido por todos los seres racionales supone la posibilidad teórica de construir consensos racionales, en contraposición a consensos fácticos, pero las condiciones de posibilidad de ese debate racional son poco halagüeñas en nuestro medio (y un estudio empírico de los argumentos que se han empleado hasta ahora bien podría demostrarlo): ya se sabe que demandarlo a quienes viven del juego periódico de los comicios es pretensión ingenua y necia, y que es absurda también la “academización” extrema del debate.

 

Con todo, sería de celebrar que pronto nos pudiéramos dedicar a una guerra de falacias. Sería, sin duda, una mejor guerra.

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