Columnistas
La Corte Constitucional o el leviatán
Javier Tamayo Jaramillo
Exmagistrado de la Corte Suprema de Justicia y tratadista
tamajillo@hotmail.com, www.tamayoasociados.com
Cuando la Corte Constitucional decide en un determinado asunto, y halla alguna norma que le sirva de argumentación racional como respaldo, se comporta como un formalista recalcitrante. Pero si dicha norma no existe, entonces la corporación se apropia de los textos constitucionales, y los desconoce o los estrangula, acudiendo al principio de igualdad, o al de la imposibilidad de sustitución de la Constitución.
En mi obra La decisión judicial (Diké, Tomo II, p. 1533), analizo el falaz argumento de la sustitución de la Constitución, vertido en la Sentencia C-551 del 2003, y concluyo que es cierto que, por ejemplo, el Congreso no puede sustituir la norma que establece que Colombia es un Estado social de derecho ni tampoco los derechos fundamentales. Pero en lo demás, nada impide que el Congreso o el pueblo puedan cambiar las normas constitucionales que quieran.
Sobre todo (ob. cit., T. II, p. 1534), reprocho a la Corte su argumento vertido en la citada sentencia, según el cual ella no puede a priori relacionar las normas insustituibles. Según ella, es en cada caso concreto en donde la corporación decide si una reforma constitucional sustituye indebidamente la Carta. Y fue aquí donde los magistrados se apropiaron de la Constitución, y pusieron al país en la más absoluta inseguridad jurídica. No podemos someternos a la incertidumbre del capricho de la Corte, que, según les convenga a sus intereses o a los de terceros, se arroga la facultad de decidir si una reforma, por pequeña que sea, sustituye o no la Constitución. Los intereses de la sociedad están por encima de las conveniencias y pretextos de la Corte. Ella, quiera o no, está obligada a garantizar la seguridad jurídica. Es su obligación, ya usurpada y expropiada de la Constitución, decir con claridad cuáles normas constitucionales se pueden reformar o no.
Su forma de interpretar las reformas a la Carta no es más que la aplicación de principios autoritarios basados en Carl Schmitt (Teoría de la Constitución, México, ed. Nacional, 1966, p. 3 y ss.) según los cuales la Constitución no es el texto escrito propio de los Estados sociales de derecho, sino la soberanía de quien está en capacidad de imponer su voluntad.
Yo creía que había visto todo aquello de lo que es capaz la Corte en su soberbia soberanía. Nunca pensé que no tuviera el pudor de aceptar que el Congreso podía establecer que las altas cortes y el fiscal podían ser juzgados por un ente diferente de la Comisión de Acusaciones de la Cámara. Que un fiscal sospechoso de corrupción y de intereses ocultos, que una Corte Constitucional con escándalos reiterados por corrupción en la selección de tutelas no puedan ser juzgados imparcialmente por un órgano ajeno al Parlamento, deudor y acreedor de favores con dichas corporaciones, es humillante para la sociedad.
Y pensar que la misma Corte (Sent. T-406/92), aunque ya había comenzado sus andanadas contra los textos constitucionales, se autoelogiaba afirmando: “Depositario de las ventajas propias del sabio alejado de la sociedad, que piensa en la objetividad de los valores y dotado de las ventajas de quien tiene el compromiso de tomar cotidianamente en consideración ‘la realidad viviente de los litigios’, el juez está en plena capacidad, como ningún otro órgano de régimen político, de desempeñar ese papel. En síntesis, el control ejercido por jueces y tribunales en el estado constitucional contemporáneo resulta siendo la fórmula para la mejor relación seguridad jurídica-justicia”.
Después, los tres magistrados incursionaron en la política, y blandieron como bandera de campaña sus sentencias populistas.
Comprendo los riesgos que corro profesionalmente con este comentario, pero no quiero callar, cuando todavía queda un rayito de luz sobre la libertad de opinión, y creo que nos merecemos una justicia transparente.
Y no quepa duda de que, si se cita a una asamblea constituyente, la Corte, temerosa de que sus intereses peligren, es capaz de condicionarle el temario para que sus privilegios auto impuestos subsistan.
Con razón decía el magistrado Pretelt: “Si me voy yo, conmigo se van todos”. Y desde entonces, todo el mundo calló.
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