14 de Diciembre de 2024 /
Actualizado hace 24 minutes | ISSN: 2805-6396

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Opinión / Columnista Impreso

Justicia colonial y justicia indígena

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Diego Eduardo López Medina

Profesor Facultad de Derecho Universidad de los Andes

diegolopezmedina@hotmail.com

La profesora Nicole Eustace de la Universidad de Nueva York ganó recientemente el premio Pulitzer 2022 en historia por su libro Covered with Night: a Story of Murder and Indigenous Justice in Early America. El objeto de estudio es quizás técnico y minúsculo, pero Eustace es capaz de hacerlo relevante para la audiencia: es la historia de las razones que llevaron a la firma del “Gran Tratado de Albany” de 1722, entre la Confederación Haudenosaunee (los iroqueses) y las colonias inglesas del noratlántico.

En 1722, un par de comerciantes ingleses son acusados de asesinar a Sawantaeny, un iroqués que vive en los bosques de Pennsylvania rastreando y cazando animales de pieles suntuosas. Los hermanos Cartlidge usan y abusan del ron como moneda en el comercio colonial: preciado al comienzo, los indígenas se dan cuenta de que el licor es una moneda de bajo valor que solo deja resacas, y exigen ahora intercambios más justos. En una de esas discusiones de borrachos, Sawantaeny muere por un golpe en la cabeza. “La noche nos ha cubierto”, con esta expresión, su esposa, familia y comunidad manifiestan el duelo y la tristeza que sienten por el crimen. 

Los Haudenosaunee (“pueblo de la casa larga”) convocan al Gobernador de Pennsylvania a conversar sobre el asunto. Los colonos ingleses tratan primero de encubrir el “infeliz accidente”, pero las crecientes pruebas y reclamaciones les van cerrando ese camino. Así confrontados, los ingleses recurren ahora a la mejor respuesta moral que creen poder ofrecer: la imparcialidad y generalidad del Derecho. Prometen a los iroqueses que los Cartlidge serán juzgados y “ajusticiados” con toda severidad después de un juicio público e imparcial.

Pero la “noche” no parece dispersarse de esta manera para los iroqueses. La muerte de los Cartlidge solo traerá más dolor y fractura para la frágil comunidad que se está formando en los bosques distantes de Pennsylvania entre iroqueses y colonos ingleses. Ellos preferirían de los ingleses otras cosas: recibir el testimonio del dolor y el arrepentimiento que ellos mismos sienten (los victimarios y la colonia entera) por la muerte de “un amigo”, de “un hermano”; recibir reparaciones que, aunque materiales, son también eminentemente simbólicas: cinturones de wampun, comida, vituallas y provisiones, semillas, en fin, cosas prácticas que ayuden a la viuda y a la comunidad a seguir adelante con su vida. Para los iroqueses es fundamental reconstruir el tejido social. Sin reconocimiento y reparación, la guerra entre pueblos y comunidades se insinúa irremediablemente.

Las “víctimas” tienen también diferentes caminos: en la “justicia” inglesa, obtienen reparación de un gesto de venganza institucionalizada en el juicio y la horca. La imparcialidad del Derecho, la promesa que cualquiera será ahorcado cuando se requiera, es el símbolo de seriedad moral de la respuesta. En la “justicia” indígena, en cambio, se buscan emociones más cálidas: en primer lugar, arrepentimiento y sincera condolencia; esfuerzos genuinos de compañía y reparación, y, finalmente, reconstrucción de la convivencia y perdón.

En la “justicia” colonial, la víctima queda atrapada en el aparato judicial: el resultado dependerá de lo que pase en el juicio con una respuesta punitiva y retributiva. En la “justicia” iroquesa, por el contrario, se construyen las condiciones para que la víctima “ascienda” y “trascienda” su propio dolor. El perdón es personal, pero la disposición institucional de la justicia puede promoverlo.

En Colombia es posible que estemos creando trampas institucionales para las víctimas tanto en la justicia ordinaria como en la Jurisdicción Especial para la Paz (JEP). El camino de la larga movilización de las víctimas dentro de las instituciones de justicia crea evidentes dificultades para culminar el duelo y desapegarse del dolor. La “justicia” no tiene que convertirse necesariamente en la fijación eterna de la indignación. Estamos llegando a un resultado paradójico: una retórica de paz en la que la inflamación de las irritaciones y de las indignidades no parece estar decreciendo. La paz jurídica no parece estar llevándonos a la paz perpetua entre seres humanos.

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