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25 de Abril de 2024 /
Actualizado hace 12 horas | ISSN: 2805-6396

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Opinión / Columnista Impreso

Investigaciones, cortes y líderes políticos

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Catalina Botero Marino

Decana de la Facultad de Derecho de la Universidad de los Andes. Especialista en Derecho Constitucional y Derecho Internacional de los DD HH

@cboteromarino

 

¿Sirve al fortalecimiento de la democracia cuestionar a los jueces a partir de la afinidad o antipatía política con el líder investigado?

Mientras escribo este artículo, en 8 de 18 países de América Latina, hay investigaciones contra presidentes o expresidentes recientes. En otros cinco países hay razones de sobra para investigar, pero los presidentes controlan a las cortes.

 

En Argentina, por ejemplo, Cristina Fernández se encuentra afrontando varias causas por corrupción. Cada uno de los casos en los que su gobierno podría estar involucrado es más espectacular que el otro: desde el entierro de costales con dólares en efectivo en el patio de un convento de monjas en Buenos Aires, hasta el juicioso registro de hora, lugar y destinatario que, en cuadernos escolares, realizó durante años el conductor del funcionario encargado de hacer los pagos.

 

En Brasil, las investigaciones han sacado a la luz una red criminal hemisférica. El expresidente Lula está en la cárcel. Dilma Rousseff fue obligada a separarse del cargo y Temer está siendo investigado. En Perú, el último presidente se vio obligado a renunciar por el caso Odebrecht y los tres expresidentes que le antecedieron están siendo investigados por el mismo caso. Esto, sin mencionar la condena contra Fujimori por gravísimas violaciones a los derechos humanos. En Panamá, Martinelli fue extraditado de EE UU y está siendo investigado por interceptaciones ilegales o “chuzadas”. En Guatemala, el anterior presidente fue condenado por actos de corrupción aduanera y el presidente actual, Jimmy Morales, enfrenta graves cargos. En Colombia, la Corte Suprema de Justicia ha llamado a rendir indagatoria al expresidente Álvaro Uribe Vélez en un caso de presunta manipulación de testigos.

 

Sin embargo, en Honduras, México, Nicaragua o Venezuela no hay condenas ni causas abiertas contra sus presidentes. Esto podría explicarse por una de dos razones. O se trata de gobernantes que han honrado su obligación de servir con honestidad los intereses de la gente, o los órganos de investigación y los poderes judiciales no han hecho la tarea.

 

En México, las denuncias de corrupción en casos como “La Casa Blanca de Enrique Peña Nieto” no han dado origen a investigaciones judiciales porque el diseño institucional convierte al fiscal en un funcionario dependiente del Ejecutivo. Cuando en el 2007 un fiscal intentó investigar el caso Odebrecht, fue removido de su cargo. En el mismo sentido, los expertos coinciden en que la fiscalía (PGR) desvió la investigación sobre los responsables de la desaparición de 43 jóvenes en el caso Ayotzinapa. La discusión sobre una fiscalía independiente en ese país ha ocupado uno de los primeros lugares de la agenda pública.

 

En Venezuela, Honduras o Nicaragua, las imágenes de graves violaciones de derechos humanos le han dado la vuelta al mundo y las únicas personas sancionadas judicialmente han sido las propias víctimas de tales atrocidades. La corrupción en estos países es de proporciones incalculables. Las sumas mencionadas en el caso Odebrecht a nivel continental son apenas una fracción minúscula de lo que se robaron en Venezuela.

 

Según el indicador de independencia judicial del Foro Económico Mundial o el índice de Estado de Derecho del World Justice Project, la razón que explicaría que en los primeros países existan investigaciones y no en los últimos, es la independencia del poder judicial. Esto no significa que las personas investigadas sean culpables, pues para saber eso existen las investigaciones. Tampoco significa que los jueces no cometan errores. En estos casos lo que hay que hacer es pedir investigaciones rigurosas y evaluarlas con criterio técnico. Pero acusar al poder judicial de parcialidad política a partir de la simple afinidad -o antipatía- política con la persona procesada produce un grave daño al proceso de consolidación de nuestras frágiles democracias.

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