15 de Diciembre de 2024 /
Actualizado hace 10 hours | ISSN: 2805-6396

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Opinión / Columnista Impreso

El relativismo moral y la única solución correcta de Dworkin

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Javier Tamayo Jaramillo

Exmagistrado de la Corte Suprema de Justicia y tratadista

tamajillo@hotmail.com

 

A lo largo de su obra, Ronald Dworkin defiende su teoría de la única solución correcta, aunque acepta que se trata de una utopía filosófica[1], pues, ya como hombre de derecho, le dice a Hércules, su juez ideal, que deben aceptar y cumplir las normas positivas vigentes[2].  En mi opinión, la discusión sobre esa utopía valdría la pena si la moral que acompaña el debate para el descubrimiento de la única solución correcta fuese objetiva, pues, de lo contrario, en un tribunal colegiado es casi seguro que haya disparidad de criterios morales frente a una determinada decisión jurídica que se deba adoptar. Así, por ejemplo, si en ese tribunal colegiado se busca la única solución correcta en materia de aborto o de matrimonio entre parejas del mismo sexo, es posible que, si es una justicia democrática, haya jueces agnósticos, mahometanos, judíos o católicos que jamás se pondrán de acuerdo sobre un tema tan sensible para la concepción moral de cada uno. 

 

En consecuencia, como muchos de los filósofos del derecho, incluyendo los que aceptan la doctrina de Dworkin y otras afines, se inspiran en la moral kantiana que, por principio, es relativa, no pueden justificar su antipositivismo para buscar en el activismo judicial una justicia verdadera impregnada por su concepción moral, que, si es del caso, deje de lado el derecho positivo. La única manera de lograrlo es si todos los jueces y ciudadanos comparten la misma concepción moral, lo que, en un Estado de derecho pluralista, es imposible. Eso solo sería viable en una justicia basada en una ideología política o religiosa monolítica de partido único, que pretenda aniquilar el Poder Legislativo y, en consecuencia, el Estado de derecho, para convertirse en un populismo antipluralista, a veces, corrupto.

 

Así, atenta contra el Estado de derecho que un juez dicte sentencias impregnándolas con sus concepciones morales, pues, con razón, el perdedor en el litigio, si tiene una concepción moral diferente, podrá decir que ese juez cometió una injusticia. Y si el precedente de las cortes es obligatorio, ¿cómo exigirles a los jueces con una moral diferente que respeten un precedente basado en una moral que no es la suya? En consecuencia, la Corte que así procede no respeta el Estado de derecho, sino su propia concepción de la moral o su ideología política y, a veces, su poder de corrupción.      

       

En mi opinión, en un Estado de derecho pluralista y democrático toda norma jurídica lleva consigo la pretensión de materializar un valor moral, concretamente, la justicia, pero no necesariamente la moral del juez. Y esa norma, si no es inconstitucional, es de obligatorio cumplimiento, pues se presume que el legislador, así no sea por unanimidad, creó el derecho que la mayoría consideraba justo. En consecuencia, en un Estado de derecho todos estamos obligados a cumplir el ordenamiento jurídico en su totalidad, así nos parezca que contiene normas que van contra nuestras concepciones de la justicia y la moral. Esa es la razón para que los derechos constitucionales deban ser aceptados por todos, en la medida en que fueron positivados por el órgano autorizado por la Constitución democráticamente establecida. Por ello, los jueces no pueden desconocer las normas que fueron creadas legítimamente por el legislador autorizado por la sociedad, so pretexto de que tales disposiciones no reflejan su propia moral. ¿Cómo justificar esta premisa? Veamos:

 

El positivismo del moderno Estado de derecho pluralista nació como reacción para evitar la violencia que generaba anteriormente el voluntarismo del príncipe de turno, que buscaba imponer su concepción de la religión, la moral y la justicia. Era claro que el resto de súbditos que no compartían esas ideas buscaban, por medios violentos, deshacerse de la opresión a la que se hallaban sometidos e instaurar su propio régimen, con un grado de violencia igual o superior al anterior. Las guerras religiosas son la prueba. En resumen, se vio que la moral, dada su relatividad, no era suficiente para establecer derechos y obligaciones y evitar la violencia y los abusos del gobernante de turno.

 

Era necesario, entonces, un Estado centralizado que garantizara, por medio de leyes autónomas, coercibles e inviolables, un ordenamiento jurídico cuyas normas no dependieran de la voluntad del gobernante ni del juez de turno. Así nació el Estado de derecho moderno, originado en la voluntad de la sociedad, mediante una Constitución, casi siempre escrita. Ese Estado debería ser laico y pluralista y no embarcarse en la imposición de una única moral. La idea es que puedan vivir en paz todas las tendencias religiosas y morales. Pero, entonces, ¿para ese Estado de derecho los valores morales y políticos son indiferentes?

 

De ninguna manera. Ese Estado de derecho tiene unos mínimos de fines y objetivos que son inherentes al simple hecho de su existencia. El pueblo, como poder constituyente, pretende que haya tolerancia, dignidad, pluralidad en paz, libertad, división de poderes, multipartidismo, órganos de control y seguridad jurídica. Y, en el último siglo, un estado de bienestar. Para alcanzar ese objetivo, los grupos con diferentes concepciones de la moral y la justicia entendieron que tenían que renunciar a sus aspiraciones de que el Estado impusiera sus concepciones morales y axiológicas a condición de que no le impusieran la moral de otros grupos. Que primara el principio de legalidad.  Que cada uno crea en lo que quiera, pero que respete las creencias de los demás. Ese es el pacto constitucional de un Estado de derecho.       

                     

Y en ese entendimiento, los jueces deben aplicar el derecho vigente, con un margen limitado de activismo judicial en los casos difíciles, pero sin desconocer las normas que no están en contra de la Constitución. Porque si cada juez aplica su moral, siempre relativa, desconocerá los principios del contrato social contenido en la Constitución y en el ordenamiento jurídico creado de acuerdo con la Carta. Quedaríamos sometidos al voluntarismo de los jueces.

 

[1] Dworkin R., El imperio de la justicia, Gedisa, Barcelona, 1995, pág. 284.

[2] Dworkin, ob. cit., p. 285.

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