Columnistas
El proceso y el acuerdo deben ser legitimados política y jurídicamente
Jaime Castro
Exministro y exalcalde de Bogotá
La victoria del No develó las dos debilidades mayores de los cuatro años de negociaciones en La Habana y su resultado principal. La primera de esas debilidades tenía y tiene que ver con el hecho de haber convertido la paz en una política de gobierno, no de Estado, utilizada por los partidos oficialistas para combatir a los “guerreristas”, como se les llamó, que formulaban preguntas o reparos a lo que sucedía. La segunda, consiste en considerar que las apretadas 297 páginas del Acuerdo y sus también extensos protocolos y anexos son artículos nuevos y adicionales de la Constitución, con la misma categoría y valor jurídico del resto de la normativa superior.
Los responsables del proceso no tuvieron en cuenta el plebiscito de 1957, el único que habíamos votado los colombianos. En ese entonces se ejecutó política de Estado, que fue concebida y promovida por los partidos que representaban el 90 % o más de la opinión pública, y a la consideración ciudadana se sometió un texto de apenas dos páginas, fáciles de leer y entender. Por eso, votó el 75 % del censo electoral y el 95 % dijo Sí. Los estrategas de ahora seguramente pensaron que su política de gobierno, definida únicamente con los incondicionales, sería mayoritaria en las urnas, gracias a la presión y coacción oficiales, los abusos de poder y el derroche de los dineros públicos. Grave error que, sumado a otros, la ciudadanía sancionó votando No.
El resultado de las urnas fue bien interpretado, inicialmente, por el Presidente Santos: reconoció que todos éramos amigos de la paz y ofreció la celebración de un gran acuerdo político nacional; Álvaro Uribe Vélez: hizo pública su intención de participar en ese gran pacto político; y las Farc: pusieron de presente su voluntad de continuar el proceso. El liderazgo de las gestiones que conduzcan a la celebración de ese gran acuerdo o pacto político nacional corresponde al Presidente de la República que, simultáneamente, es jefe de Estado y de Gobierno, a más de “comandante supremo de las fuerzas armadas de la República”. Pero lo que ha ocurrido después de los prometedores anuncios de la noche del domingo 2 de octubre no colma las expectativas creadas. El lenguaje del Gobierno y sus amigos más cercanos no ha creado clima de confianza y entendimiento: perdimos por la mínima diferencia, en la Costa faltaron millones de votos por la lluvia, estamos aclarando las mentiras y engaños que hubo durante la campaña, muchos votaron No por ignorancia o porque no leyeron el Acuerdo, oiremos a los abstencionistas, los del Sí y los del No. Lo anotado y las indecisiones de los nuevos actores del proceso crearon confusión e incertidumbre y condujeron a la existencia de dos mesas paralelas de “negociación”: Gobierno – oposición (los del No), de un lado, y Gobierno – Farc, del otro. Además, los voceros oficiales
solo hacen las veces de mediadores: llevan propuestas de Bogotá a La Habana y se espera que informen cuáles fueron aceptadas y cuáles no.
Lo lógico hubiera sido que el Gobierno, que representa a todos los matices del Sí, y la oposición, que la conforman el Centro Democrático y otros actores de la vida política nacional, se hubieran puesto de acuerdo, como parte que son del establecimiento, y hubiesen presentado posición común (frente unido) ante las Farc, que todavía son contraparte. Pero como la lógica no siempre impone sus leyes, si se quiere darle al proceso y al Acuerdo que se renegocie el piso político que requieren es necesario que las conversaciones tengan lugar en una mesa tripartita de negociación que integren el Gobierno, la oposición y las Farc. Por la autoridad que tienen, lograrán legitimar políticamente los acuerdos a que lleguen.
La implementación del Acuerdo Final, o sea su conversión en normas legales o constitucionales que garanticen el cumplimiento de los compromisos que se hayan pactado, debe hacerse respetando los valores y principios propios de todo Estado de derecho, de las reglas de juego constitucionales, del gobierno de leyes y del ordenamiento democrático. Por ello, son inaceptables las pretensiones de quienes piden que el Acuerdo Final sea declarado Acuerdo Especial, en los términos del artículo 3º común a los Convenios de Ginebra, y que automáticamente haga parte del bloque de constitucionalidad. Esa operación de alquimia jurídica es tan perturbadora como las que piden tramitar en el Congreso los temas relacionados con la paz mediante procedimiento de fast track (especie de horno microondas) y otorgarle al Presidente facultades especiales que le permitan legislar sobre los temas que considere necesarios para terminar el conflicto con las Farc y lograr una paz estable y duradera.
La votación del plebiscito constituye un mandato popular que ordenó nacionalizar el proceso y convertirlo en política de Estado que vincule y comprometa a las mayorías nacionales. Para lograrlo, hay que dotarlo de la legitimidad política y jurídica que exigen su naturaleza y alcances.
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