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19 de Abril de 2024 /
Actualizado hace 9 minutos | ISSN: 2805-6396

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Opinión / Columnista Impreso

El daño critogénico y el tono emocional del litigio en Colombia

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Diego Eduardo López Medina

Profesor Facultad de Derecho Universidad de los Andes

diegolopezmedina@hotmail.com

 

La Universidad de Harvard tiene ya hace varios años un programa de investigación y reflexión en “derecho y siquiatría”. En sus esfuerzos disciplinarios han identificado la existencia de daños siquiátricos “critogénicos”. Este concepto se ha construido de manera análoga al, ya más aceptado, de daño “iatrogénico”, es decir, aquel producido por los médicos en sus intervenciones sobre los pacientes. El Lexicón griego de Thayer define la palabra kritēs como alguien que asume el poder de juzgar, es decir, un juez. El daño “critogénico”, pues, es el ocasionado intrínsecamente por el juez, los abogados o el proceso, incluso cuando funcionan adecuadamente.

 

La existencia de daño critogénico es posible porque los objetivos del proceso judicial no necesariamente contribuyen al bienestar emocional de la persona cuyos intereses se defienden judicialmente. Judicializar el daño no impide restablecer la vida de manera más o menos funcional; pero judicializar el daño tampoco garantiza, por sí solo, el reequilibrio emocional para un número muy importante de personas. Así, por ejemplo, la mora judicial (en procesos penales o de responsabilidad civil con participación de las víctimas) puede interferir o imposibilitar la culminación del duelo personal frente a pérdidas graves.

 

Los abogados, en general, tenemos poco o ningún entrenamiento formal para realizar el apoyo emocional que nuestros representados requieren. Las estrategias de “solución jurídica” que les proponemos pueden, incluso, atentar contra tal apoyo y equilibrio emocional. El siquiatra Thomas Gutheil, por ejemplo, ha argumentado que, en cierto sentido, la naturaleza antagónica y “adversarial” del litigio jurídico impide formas básicas de maduración personal. En muchos conflictos interpersonales que se presentan ante los jueces, la asignación de responsabilidad o culpa no es clara o dicotómica. Los casos, con enorme frecuencia, tienen ambivalencias morales o fácticas que llevan a que aumente en forma significativa la indeterminación del derecho aplicable. Las soluciones no son “lógicas” o “automáticas”, sino “complejas” y más bien “prudenciales”. Los conflictos no vienen claramente marcados en blanco y negro, sino más bien en escalas de grises. En su experiencia de los conflictos (piensen en el último que tuvieron hoy con su compañero/a de vida), la gente pasa de afirmar, primero, que tiene la razón de manera completa, a aceptar, después, parcial responsabilidad propia, malentendidos y problemas de comunicación, a cambiar la atribución de intención en el otro (“de lo hiciste a propósito” a “quizás se te fue la mano en tus comentarios”), etc., etc. Muchos conflictos se dan en ambientes, no de certeza, sino de ambivalencia e indeterminación. Todos estos fenómenos, a su vez, disminuyen el “derecho” que la gente se atribuye, al comienzo del conflicto, de tener la razón y de prevalecer en él de manera absoluta.

 

Este absolutismo de la razón propia se deja notar en los escritos forenses de los abogados. En un estudio que estoy adelantando, los escritos forenses de los abogados (demandas y contestaciones, fundamentalmente) se caracterizan por el tono emocional que emplean. En estos escritos se habla poco de la propia conducta y mucho de la ajena. Y, cuando se habla de la ajena, se utiliza un lenguaje que invita a la radicalización del desencuentro. Las conductas, decisiones y procederes de los demás son “abierta”, “patente”, “clara”, “obvia”, “indiscutible”, “indudable” –mente injustas e ilegales. Se emplean también con frecuencia expresiones (esta es apenas una pequeña muestra) como “a toda luz”, “de toda manera”, “tamaño atropello”, “semejante dislate”, “totalmente desfasado” y así un largo etcétera. Entre sustantivos y adjetivos, en todos se califica de manera absoluta la conducta de los demás: despropósito, disparate, craso error, irracional, irrazonable, absurdo, descabellado, ilógico…

 

Las contrapartes contestan de igual forma. Se genera, así, un ambiente de confrontación radical y altisonante. El comienzo del proceso propicia un escalamiento de los argumentos usados en el conflicto y una radicalización de las posiciones propias. Estas palabras, en algún sentido, son todas superlativas: no dejan espacio para encontrar siquiera un ápice de verdad o de sentido común en las actuaciones opuestas. Esta forma de exageración retórica puede tener muchas explicaciones e, inclusive, efectos deseados por quien la utiliza. A pesar de las posibles justificaciones, estos usos colorean la disputa de un tono radical y excluyente. En sus consultorios, al contrario de los abogados, muchos sicoterapistas buscan desde el comienzo una desradicalización de los discursos para posibilitar actitudes de escucha y diálogo. La radicalización del discurso impide la maduración personal, porque impide asumir y aceptar la ambivalencia moral, la escala de grises, de muchos de nuestros conflictos. Cosas así están pasando, por ejemplo, en microconflictos de familia, laborales, civiles y comerciales; y otro tanto, a mayor escala, en los ejemplos de macroconflicto ambiental o político que afecta a nuestro país.

 

Aunque se dice en teoría que los abogados somos agentes de resolución de conflictos, la evidencia lingüística apunta a afirmar que, al menos en los escritos de los foros judiciales, los abogados tendemos a escalarlo.    

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