Columnistas
El 2018
Diego Eduardo López Medina
Profesor Facultad de Derecho Universidad de los Andes
Hay buenas razones para estar preocupados por el estado de la democracia en Colombia. El 2018 será otro año electoral esencial dentro de los ciclos políticos pautados por la Constitución. Esta marca los tiempos y ritmos de la política que afectan también los sociales y personales. Para entusiastas demócratas, el periodo de elecciones debería ser festivo y estimulante. En diseños democráticos más radicales, como los de la Constitución francesa de 1793, la democracia era, en algún sentido, permanente. Los ciudadanos debían reunirse en asambleas primarias para deliberar y elegir representantes. La Constitución los convocaba anualmente, el 1º de mayo, en plena primavera, y podían también reunirse por petición de un quinto de sus miembros. Elegían y deliberaban directamente sobre las leyes. La idea era que el pueblo se mantuviera siempre activo y actuante, siempre dueño y soberano de la actividad política, orientando y exigiendo responsabilidad.
Nosotros, como ciudadanos, tenemos mucha menos energía democrática que aquellos republicanos tempranos. El año electoral llega con malos augurios: por diseño, primero, y ya por expectativa creada, es un año económico y laboral pesado e incierto; políticamente, de otro lado, la polarización aumenta, el discurso se crispa y se genera distancia y desconfianza entre personas que, por distintas razones, tienen preferencias políticas aquí o allá. La “fiesta democrática” no es tal y se observa, más bien, aprensión y temor en los hogares. Algunas voces, incluso, estarían dispuestas a sacrificar algo de la democracia o su frecuencia para ganar certeza política y económica.
Se trata, además, de un año de particular mala calidad en la discusión pública. Circulan y se multiplican los rumores y los chismes que desacreditan a los actores de la vida política, como lo ha estudiado Cass Sunstein en un libro del año 2009. Voy a tratar de pintar, a grandes brochazos, una escena típica. Dos personas (en un taxi, por ejemplo) hablan de política y de pronto una tiene un argumento ganador: de “excelente fuente que no puede revelar”, sabe, por ejemplo, (i) que su pretendido actuar en pos del bien público es en realidad una máscara para búsquedas torvas o criminales, (ii) o que tal candidato o figura pública tiene conexiones oscuras con intereses económicos o criminales de los que es simplemente un agente, (iii) o que es completamente incompetente o ignorante en asuntos públicos o técnicos relacionados con su cargo, o (iv) que tiene un “vicio” personal escandaloso y descalificador para el servicio público (es histérico, drogadicto, abusador, homosexual, etc.) El argumento se vuelve inmediatamente ad hominem y resulta imposible, a partir de este momento, juzgar hechos, decisiones, políticas y sus consecuencias. Como se alega, además, tener un conocimiento privilegiado de estas circunstancias descalificadoras, es difícil negar o desmentir los señalamientos.
Mientras esto ocurre, los que escuchamos no tenemos una teoría adecuada para filtrar qué tan cierta es la información y, si es cierto, cuáles porciones de esta son pertinentes para la crítica y la comprensión política. Algunos de estos hechos narrados provienen de la exposición aumentada que todos (y especialmente los políticos) tenemos en las redes sociales, en la observación milimétrica de nuestros comportamientos y personalidades. La vida de los políticos se juega en interacciones y apariencias puntuales que se interpretan como los pilares firmes y reveladores de su personalidad integral. Y como no tenemos tampoco acceso a un conocimiento íntimo de su historia, de sus intenciones y de sus fines, tomamos como evidencia los hechos fragmentados que nos llegan en el rumor o en el chisme.
Estos rumores, además, se aceptan con enorme facilidad cuando refuerzan mis opiniones o prejuicios previos: es placentero recibir chismes de candidatos o personalidades a quienes nos oponemos tenazmente. La información recibida legitima y corrobora la validez de nuestro prejuicio. Los detractores de x creen a pie juntilla los chismes que le conciernen; y los de y, los opuestos.
Luego de cierto tiempo, estos chismes circulan en grandes colectivos. Muchas personas los repiten y se convierten también en parte de la personalidad de los políticos de los que hablamos y discutimos con tanto fervor y pasión. La polarización favorece este tipo de discusiones. Los políticos promisorios tienen un tiempo corto de buen nombre que pronto encalla en el bajo fondo del dime y del direte. Como decía Claudia López, el Congreso -¿o la política?- les saca la peor parte, pero también nos saca a los ciudadanos nuestra parte más intrigante y desconfiada.
Quedamos así en un mundo de desconfianza e incertidumbre. Cuando creíamos que alguien obraba en interés público, se nos revela una intención oculta que no conocíamos. Esto nos desalienta como demócratas. La discusión democrática, así, parece socavar la confianza en el sistema. Los errores reales de los dirigentes (sus trapisondas bien probadas) prestan legitimidad a los chismes creíbles sobre los demás. Todos quedan así, con enorme facilidad, cubiertos por la misma cobija. De esta manera, nuestros dirigentes quedan marcados como corruptos y viciosos y nos es imposible construir respeto y confianza institucionales. Los sistemas rivales de la democracia (la autocracia, el comunismo o el fascismo) construyen héroes con mayor facilidad, incluso contra evidencia en contrario. Y cuando dejamos de confiar en la democracia, la salida más fácil es canonizar a un héroe político intemporal y permitirle que lidere la polis durante mucho tiempo.
¿Cómo tener un 2018 políticamente productivo y estimulante, en vez de estar arrastrando los pies frente a la perspectiva de un año confuso, incierto y polarizado al que nos dirigimos con pesadumbre? A pesar de todo, les deseo un 2018 políticamente lúcido, emocionante y, ojalá, genuinamente festivo. Cómo lo hagan, esa es otra historia…
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