Columnistas
Doctores
Maximiliano A. Aramburo C.
Profesor de la Universidad Eafit
¿De dónde viene nuestra costumbre de llamar doctor a todo el mundo? ¿Cómo contribuyeron las prácticas jurídicas a la sacralización del doctor? ¿Por qué se alardea de los estudios de doctorado? En últimas, ¿para qué sirve un doctor? Seguramente, el lío viene de que el título académico de pregrado para quienes estudiaban Derecho (“Leyes” o “Abogacía”, en el decir de otras generaciones) fuera, hasta hace pocas décadas, el de Doctor o Doctora en Derecho o alguno equivalente; y quizás coincide con la idea de que los estudios superiores siguen considerándose un factor de emancipación social. O quizás viene de Italia, donde el título universitario (la laurea) era el máximo grado universitario hasta hace pocas décadas, y donde hoy aún se llama —según la Accademia della Crusca— dottore a todo el que ha superado lo que nosotros llamaríamos pregrado. Pero entre nosotros, cuando se habla de “doctores”, ni están todos los que son, ni son todos lo que están. En tiempos recientes, al menos un alcalde se vio a gatas para explicar que lo que aparecía en su hoja de vida no era realmente un doctorado, y un gobernador intentó explicar que hizo los cursos pero no realizó la tesis. Hubiese sido más simple si socialmente hubiésemos desmitificado siempre el título de doctor y, en su lugar, hubiésemos valorizado el contenido de lo que representa un doctorado.
Centremos la atención en los estudios jurídicos: ¿para qué sirve un doctor en Derecho, de los “de verdad”? ¿Hace el doctorado mejores profesionales? ¿Son mejores juristas los doctores-doctores? Hace muy poco no existían en Colombia programas de Doctorado en Derecho y aún hoy se cuentan con los dedos de una mano los que hay fuera de Bogotá. Eso significa que muchas generaciones de juristas se formaron —y se siguen formando— de la mano de profesores sin doctorado y que la doctrina con la que estudiamos la inmensa mayoría de los juristas del país fue escrita por no doctores.
La educación jurídica en manos de doctores es, realmente, un fenómeno muy reciente: muchos de quienes se iban a estudiar al exterior, al menos hasta los años ochenta, no iban a cursar doctorados (que en algunos países… tampoco existían), pero tenían contacto con el mundo, con mejores bibliotecas y con profesores diferentes. Y quizás ahí está la cuestión central: más que pensar en la educación como una línea ascendente de la cual el doctorado está en el nivel más alto (especialización-maestría-doctorado), debería pensarse en el doctorado como un nivel simplemente “diferente” o una línea diferente en la formación profesional.
Quien hace una maestría y no hace un doctorado no se detuvo en el camino: solo eligió otro camino profesional. Porque el doctorado sirve para formar investigadores, y no profesionales (digamos, abogados) más hábiles o más competentes que los que eligen “detener” su camino de formación en la maestría. En realidad, el doctorado ni siquiera hace profesores que enseñen mejor, pues las competencias docentes no las da un título de doctor, aunque tales estudios sí le permiten a ese profesor alimentarse de conocimiento nuevo para ponerlo al servicio de los estudiantes. Y si se trata de un “buen” doctor — por ejemplo, en Derecho Penal o en Derecho Civil— seguramente estará en redes de investigación que le permitirán estar a la vanguardia del conocimiento sobre su disciplina.
Si se trata de formar investigadores, el doctorado, entonces, es un punto de partida más que un punto de llegada: una suerte de habilitación, de herramientas para investigar y producir nuevo conocimiento. Por eso escandaliza el plagio doctoral. De poco vale entonces un título de doctor en manos de quien no investiga, aunque ese alguien haga cosas muy útiles e incluso más valiosas que las que haría si investigase. No hay que lamentarse, pues, por tener alcaldes o gobernadores sin doctorado. Ni siquiera hay que dolerse de que nuestros jueces o magistrados no sean doctores. Eso no les haría necesariamente mejores gobernantes ni mejores jueces.
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