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23 de Abril de 2024 /
Actualizado hace 10 horas | ISSN: 2805-6396

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Opinión / Columnista Impreso

Por una comisión permanente de la codificación

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Maximiliano A. Aramburo C.

Abogado y profesor universitario

 

Si los códigos fueran únicamente compilaciones de normas en un único volumen, entonces serían relativamente innecesarios en la era de la informática. En estas páginas ya apunté algunas líneas sobre la idea general de código y antes me había referido, vagamente, a la modernización del de Bello. Lo primero, porque me parecía increíble que una expresión tan arraigada en el habla común de los juristas careciera de una concepción ampliamente compartida; lo segundo, porque era curioso que la modernización de un cuerpo de normas tan importante hubiera sido objeto de pocos esfuerzos, desarticulados e infructuosos. No creo, con todo, que la idea de código se haya superado en el siglo XXI, sino que debe adaptarse a los tiempos que corren. Y para ello propongo una idea sencilla y ambiciosa: la creación de una comisión permanente para la codificación. Sencilla, porque no se exige mucho para que funcione y sea eficiente; ambiciosa, porque en el plano teórico pretende mucho y podría chocar con intereses diversos.

 

En España funciona desde el siglo XIX, como política de Estado, la Comisión General de Codificación, dividida en cinco secciones según sendas áreas del Derecho. Tiene como función principal asesorar al Ministerio de Justicia en la preparación de textos prelegislativos y reglamentarios y “cuantas otras tareas se le encomienden para la mejor orientación, preservación y tutela del ordenamiento jurídico”. En general, suele aceptarse la idoneidad y sabiduría de quienes la han conformado con una relativa estabilidad a lo largo de los años. La comisión se encuentra vinculada a la Red Europea de Cooperación Legislativa, a la que pertenece también Francia, cuya Comisión Superior de la Codificación —que data de mediados del siglo pasado—, programa los trabajos sobre estos asuntos (que han dado lugar, por ejemplo, a importantes reformas al Code de Napoleón) y prepara informes anuales que afinan la metodología de elaboración de los códigos. Otros países de tradición continental también han diseñado políticas legislativas serias y consistentes con órganos como los descritos, con la idea en mente de la evolución armónica de los ordenamientos jurídicos. Quizás es eso, y no la idea de reunir en un solo libro físico todas las normas, lo que aún justificaría los códigos.

 

¿Debería tener Colombia una comisión permanente de la codificación? Aunque podría despertar feroces apetitos burocráticos, la experiencia de las últimas décadas parece sugerir que, al menos en cuanto a la normativa más importante, los códigos se resisten a desaparecer, dejando el camino libre a las regulaciones particulares de ciertos temas. Hoy podemos decir que, aunque el Civil ya parece un queso gruyere o aunque sean incontables las modificaciones al Penal, se promulgaron en las dos últimas décadas nuevos códigos de procedimiento en todas las áreas, y aun se reclaman códigos en otras materias.

 

Cuando Bentham se había embarcado en la frustrada labor de codificar varias ramas del Derecho inglés, creía que la coherencia de la codificación se garantizaba si se le encargaba la tarea a una sola persona. Tal pretensión sería inviable en las sociedades plurales de hoy, que obligan a una conformación igualmente diversa de los cuerpos asesores del Estado que propongo. Las comisiones de codificación, entonces, tienen una tarea metalegislativa importantísima, pues deben anticipar una coordinación fundamental que, al menos en el papel, asegure que las cuestiones ideológicas, teóricas y técnicas de un cuerpo de normas importante, se resuelven antes de pasar a las manos de un parlamento que, también plural y diverso, tendría la función posterior —esa sí fundamentalmente política— de cribar proyectos cuya calidad tenga un sustento mayor que el proporcionado por los asesores individuales de cada congresista.

 

No hay cómo saber si por una vía como esta habríamos evitado algunas de las más de 2.000 leyes promulgadas desde 1991, lujuria normativa muchas veces denunciada. Pero es razonable pensar que, si esa vía existiera, el camino de la racionalidad legislativa se habría recorrido con mejores herramientas.

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