La muerte de la incapacidad
Maximiliano A. Aramburo C.
Profesor de la Universidad Eafit
A pesar de que hacía solo 10 años se había cambiado casi por completo el régimen de incapaces, el legislador acaba de dar un vuelco completo a la materia a través de la Ley 1996, del 26 de agosto de este año. Esta ley, como reza su artículo 1º -que parece un oxímoron- pretende garantizar el derecho a la capacidad legal plena de las personas con discapacidad, y para hacerlo modifica esencialmente algunas categorías jurídicas que, arraigadas o no en el Derecho colombiano, parecían tener sentido tanto en asuntos contractuales como extracontractuales.
En primer lugar, destaca la vocación lexicográfica del legislador, en línea con una tendencia de la técnica legislativa que se ha impuesto en los últimos años y que no solo ha reemplazado a las leyes interpretativas de las que habla la teoría y que consagraba el artículo 25 del Código Civil, sino que en muchos casos hace inútil la labor conceptualizadora de la dogmática. En ese impulso lexicográfico la definición de “acto jurídico” -a la manera de la famosa frase de Von Kirschmann- parece un plumazo orientado a inutilizar bibliotecas enteras y algunas asignaturas universitarias.
Al margen de estas cuestiones, el establecimiento de una “presunción de capacidad” en los artículos 6º y 8º deja claro que la distinción entre capacidad de goce y de ejercicio ha dejado de existir: “En ningún caso la existencia de una discapacidad podrá ser motivo para la restricción de la capacidad de ejercicio de una persona”. Caen en dominó, pues, las bibliotecas que quedaban en pie: desaparecida la incapacidad (y con ella, los incapaces) las guardas se reemplazan por “apoyos” al discapacitado, los cuales podrán tener origen contractual o judicial.
Más allá de los eufemismos -que oscurecen lo que el legislador debería aclarar, porque contrastan con los criterios más o menos claros de las fuentes de la discapacidad que preveía la Ley 1306 del 2009, y con la distinción entre tutor y consejero -la ausencia del “apoyo” requerido dará lugar a la nulidad (relativa) del acto jurídico celebrado por la persona con discapacidad. La incapacidad absoluta y la consecuente nulidad absoluta, pues, son cosa del pasado, con los efectos propios en el término de prescripción y en la legitimación para demandarla. Es más: las interdicciones e inhabilitaciones que se hayan decretado con anterioridad a la entrada en vigencia de la ley también serán revisadas y anuladas, si la persona con interdicción o inhabilitación no requiere de los apoyos previstos en la Ley 1996 del 2009.
En el ámbito de la responsabilidad extracontractual llama poderosamente la atención una última cuestión. La nueva ley ha modificado una figura que siempre se había entendido como medida de protección para los antes llamados discapacitados mentales (llamados “dementes” en la razonable y justamente revisada terminología propia del original Código Civil): la incapacidad aquiliana. Según esta figura de origen romano, prevista en el artículo 2346 del Código, los menores de 10 años y los discapacitados mentales no cometían culpa, de tal manera que no respondían con su patrimonio de los daños extracontractuales que pudieran causar. Sí respondían, en virtud del artículo 2347, quienes tuvieren a aquellos bajo su cuidado, en aplicación de la llamada responsabilidad indirecta o vicaria, que incluye otras especies. Pues bien: en el artículo 60 de la Ley 1996 se aumentó la edad a 12 años, pero se eliminó a los discapacitados mentales del concepto de incapacidad aquiliana. Esto implica que los discapacitados mentales, ahora plenamente capaces, deberán responder por los daños que causen con su patrimonio, como todo el mundo, cualquiera sea la fuente de la responsabilidad. Por supuesto, al desaparecer el curador del mayor de edad, desaparece también su responsabilidad vicaria y la víctima contará con un término de prescripción mayor. El artículo 4º de la ley prescribe que, en virtud del principio de autonomía, también los discapacitados tienen derecho a equivocarse. Habría que añadir, aunque esta vez por parte de la doctrina, que ese derecho a equivocarse trae consigo aparejado el deber de reparar las consecuencias de las equivocaciones.
Opina, Comenta