De la ‘polis’ a la ‘civitas’
Maximiliano A. Aramburo C.
Profesor de la Universidad Eafit y Presidente del Iarce
¿Por qué a todos nos preocupan los cambios a la Constitución, a casi todos la reforma tributaria, a muchos los cambios a la ley penal, pero solo a algunos los cambios de otras leyes, como el Código Civil? Quizás no hagan falta nuevos estudios etimológicos de la palabra “civil”, que se tiene suficientemente decantada, en español, para designar lo que es relativo o perteneciente a los ciudadanos (y ciudadanas, si se quiere). Por eso -como destacó hace poco el profesor David Sotomonte-, cualquier reforma al Código Civil tiene, al menos desde el punto de vista etimológico, tanta importancia como una reforma a la Constitución Política, y paradójicamente, menos interés para las personas de a pie.
Quizás es porque el Derecho Civil carga en nuestra cultura jurídica con el lastre del formalismo legalista de la exégesis francesa o porque anda por el mundo desnudo de la pompa y el glamour que adornan a las modernas transacciones financieras y a las operaciones con siglas en inglés; o acaso sea porque suele suscitar menos reflexión iusfilosófica que otras áreas del Derecho. Pero ni siquiera quienes se dedican de manera profesional a tales cuestiones escapan jamás a los alcances del venerable Código Civil. Muchas cuestiones de las contenidas en él, que datan de mediados del siglo XIX (y al margen de las que ya han sido modernizadas, para bien o para mal), podrán merecer un aggiornamento. Seguramente merece repensarse la muy debatida relación (¿de complementariedad?) entre los grandes cuerpos normativos del Derecho Privado colombiano, como ya se ha dicho muchas veces -incluso por quien esto escribe, pero no solo- en las páginas de este periódico. Pero lo cierto es que todo aquello de lo que se ocupa un Código Civil afecta de manera necesaria e inevitable la esencia de las personas comunes y ordinarias. Es que, en últimas, no hay en nuestro país una sola persona que no sea común y ordinaria, en tanto destinataria del Código Civil: ese viejo libro, en efecto -y al contrario del pelafustán criollo que insulta policías- en sus dominios realmente no sabe, ni le importa, quién es usted.
La tarea de su modernización, entonces, no debe emprenderla el Congreso a espaldas de los ciudadanos. Los jueces, los académicos y los abogados en ejercicio podremos sentirnos ignorados, y poco pasaría: no son pocas las leyes, aun importantes leyes, que se elaboran a espaldas (y en contra) de la opinión de estos colectivos, y todos trabajarán con ellas, aun a su pesar. Pero ignorar al ciudadano, sus necesidades y sus conquistas en la legislación y en la jurisprudencia es imperdonable.
En otros ordenamientos más avanzados que el nuestro en la reflexión sobre la racionalidad legislativa, e incluso en el colombiano en materia regulatoria, se han adoptado protocolos para medir las consecuencias sociales, económicas y ambientales de las normas jurídicas que inician su trámite legislativo. En un terreno no muy lejano, por ejemplo, la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos (Ocde) señala (en la Recomendación del Consejo sobre Política y Gobernanza Regulatoria de 2012) que la adopción de una regulación debe hacerse mediante un proceso de toma de decisiones basado en la evidencia, que incluya la evaluación de impacto normativo ex ante y ex post. ¿Por qué renunciar a algo semejante en una modificación o en un remplazo del Código Civil y el de Comercio?
Kennedy, en 1962, disparó el derecho del consumo con su famoso “todos somos consumidores”. Al modificar el Código Civil conviene recordar, también, que todos somos ciudadanos. Todos pertenecemos a la civitas.
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