13 de Diciembre de 2024 /
Actualizado hace 21 minutes | ISSN: 2805-6396

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Opinión / Columnista Impreso

Columnistas

Severidad de una justicia en crisis contra los que no tienen capacidad de reacción

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Javier Tamayo

Javier Tamayo Jaramillo

Exmagistrado de la Corte Suprema de Justicia y tratadista

tamajillo@hotmail.com

 

 

 

En épocas de crisis en la justicia, nada hay más injusto que la severidad de algunos jueces, así sea de buena fe, contra los ajusticiados que no tienen capacidad de reacción.

 

Sienten la necesidad inconsciente de aplicar con rigor las normas que los otros no son capaces de aplicar.

 

No se trata de un señalamiento por inmoralidad contra los jueces que en épocas de crisis de la justicia, son severos en exceso contra quienes no tienen capacidad de reacción. Es la simple constatación de un fenómeno social y psicológico que bien vale la pena analizar.

 

En efecto, nuestra justicia, o mejor, cualquier justicia, a menudo, es incapaz de aplicar el imperio de la ley, contra ciertas personas con capacidad de pasar impunes a los juzgamientos. Ello ocurre cuando el narcotráfico, la guerrilla o los corruptos amenazan, matan o compran a los jueces; cuando la clase política interfiere de alguna manera ante los jueces para defender causas propias o de sus amigos; cuando los juzgadores cual catones, necesitan entregar a los medios a un culpable; cuando los medios no se remiten a denunciar posibles hechos delictivos, que es su derecho y su deber, sino que en cosa de una hora juzgan y condenan a quienes no pueden defenderse; cuando esos mismos medios, por intereses económicos tratan de orientar a los jueces y a la opinión, en favor de algunas personas que por ello pagan; cuando esos medios con su resonancia, presionan a los jueces, para que fallen en uno u otro sentido; cuando algunas de las altas cortes consideran que no están sometidas al derecho de igualdad en materia de pensiones, o cuando son sometidas a las influencias para la selección de tutelas para revisión. Cuando todo esto pasa, la justicia está en crisis, y el derecho a la igualdad entre los que tienen esa capacidad de reacción y quienes no la tienen es seriamente cercenado.

 

Y viene luego el precio: aun de la mejor buena fe, en esas épocas, no pocos jueces o tribunales son de una severidad excesiva contra quienes no constituyen para ellos amenaza alguna; así los encartados que no tienen capacidad de reacción hayan cometido algún ilícito, la mano de la ley es de hierro e implacable; para ellos no existe el beneficio de la duda; por ejemplo, no conozco al exalcalde de Medellín Alonso Salazar, ni voté por él, pero conozco su expediente, y si alguna ligereza cometió en las elecciones pasadas, estoy seguro de que frente a los bienes en conflicto, no era justo condenarlo como en efecto sucedió; pero los que lo condenaron están satisfechos por su imparcialidad; ahora, no estoy seguro de que si el encartado hubiera sido un mafioso asesino, la sentencia hubiera sido igual. La necesidad acuciosa de atacar la corrupción hace que muchos jueces decentes juzguen sin piedad a personas cuya responsabilidad no es clara. 

 

Y en materia penal, la situación no es menos grave. Afectados en sus emociones por los desgaires de la justicia frente a los paramilitares y los delincuentes en general, algunos jueces, cuando juzgan a un ciudadano de la calle, olvidan el principio de legalidad, interpretan las normas confusas siempre en contra de los procesados, y hasta aplican la analogía penal en su contra. Pareciera necesario retribuir a la sociedad por las injusticias de otros jueces. Las pruebas son dudosas y pese a ello, sirven de soporte a la condena. Horrores conozco de personas inocentes que por venganza, son acusados de violación, y luego, son condenados sin que haya plena prueba de los hechos; la dificultad de la prueba contra el procesado, hace que contra este se aplique una presunción de ilicitud. Se equivocan quienes creen que por el hecho de que haya víctimas, es necesario, a como dé lugar, condenar a alguien, así no haya prueba en su contra.

 

Y contribuye a todo esto, el procedimiento oral tan de moda ahora en Colombia. He participado en procesos de diversa índole, regidos por la oralidad. La agilidad presunta impide que los jueces analicen con detalle los recursos de reposición o de apelación. Ningún jurista, incluidos los jueces, tiene la preparación y la capacidad intelectual para resolver sobre la marcha, problemas jurídicos de largo alcance. ¿De qué vale presentar un juicioso y fundamentado alegato en favor de una causa, si la motivación de las providencias es casi nula o inexistente, porque el juez debe fallar al instante, sin tiempo para estudiar? Créanmelo: estamos condenando a gente inocente, o sin pruebas, en aras de la aplicación del imperio de la ley, mientras los verdaderos trasgresores de las normas, a menudo, tienen la justicia a su disposición.

 

La descongestión de la justicia no se logra volviéndola oral y acabando con los procesos ordinarios. Se consigue si a los jueces se les disminuye el número de procesos a su cargo. Con un número razonable de procesos, un juez es capaz de sacar adelante un proceso ordinario en cuestión de un año. Así era antes, y se respetaba el derecho de defensa. En cambio, con el exceso de negocios para cada juez, las tutelas y los juicios orales ya empiezan a demorarse años para ser fallados. Y las víctimas de esos retrasos son los justiciados. No estamos buscando el ahogado río arriba... sino en otro río. 

En épocas de crisis en la justicia, nada hay más injusto que la severidad de algunos jueces, así sea de buena fe, contra los ajusticiados que no tienen capacidad de reacción.

 

Sienten la necesidad inconsciente de aplicar con rigor las normas que los otros no son capaces de aplicar.

 

No se trata de un señalamiento por inmoralidad contra los jueces que en épocas de crisis de la justicia, son severos en exceso contra quienes no tienen capacidad de reacción. Es la simple constatación de un fenómeno social y psicológico que bien vale la pena analizar.

 

En efecto, nuestra justicia, o mejor, cualquier justicia, a menudo, es incapaz de aplicar el imperio de la ley, contra ciertas personas con capacidad de pasar impunes a los juzgamientos. Ello ocurre cuando el narcotráfico, la guerrilla o los corruptos amenazan, matan o compran a los jueces; cuando la clase política interfiere de alguna manera ante los jueces para defender causas propias o de sus amigos; cuando los juzgadores cual catones, necesitan entregar a los medios a un culpable; cuando los medios no se remiten a denunciar posibles hechos delictivos, que es su derecho y su deber, sino que en cosa de una hora juzgan y condenan a quienes no pueden defenderse; cuando esos mismos medios, por intereses económicos tratan de orientar a los jueces y a la opinión, en favor de algunas personas que por ello pagan; cuando esos medios con su resonancia, presionan a los jueces, para que fallen en uno u otro sentido; cuando algunas de las altas cortes consideran que no están sometidas al derecho de igualdad en materia de pensiones, o cuando son sometidas a las influencias para la selección de tutelas para revisión. Cuando todo esto pasa, la justicia está en crisis, y el derecho a la igualdad entre los que tienen esa capacidad de reacción y quienes no la tienen es seriamente cercenado.

 

Y viene luego el precio: aun de la mejor buena fe, en esas épocas, no pocos jueces o tribunales son de una severidad excesiva contra quienes no constituyen para ellos amenaza alguna; así los encartados que no tienen capacidad de reacción hayan cometido algún ilícito, la mano de la ley es de hierro e implacable; para ellos no existe el beneficio de la duda; por ejemplo, no conozco al exalcalde de Medellín Alonso Salazar, ni voté por él, pero conozco su expediente, y si alguna ligereza cometió en las elecciones pasadas, estoy seguro de que frente a los bienes en conflicto, no era justo condenarlo como en efecto sucedió; pero los que lo condenaron están satisfechos por su imparcialidad; ahora, no estoy seguro de que si el encartado hubiera sido un mafioso asesino, la sentencia hubiera sido igual. La necesidad acuciosa de atacar la corrupción hace que muchos jueces decentes juzguen sin piedad a personas cuya responsabilidad no es clara. 

 

Y en materia penal, la situación no es menos grave. Afectados en sus emociones por los desgaires de la justicia frente a los paramilitares y los delincuentes en general, algunos jueces, cuando juzgan a un ciudadano de la calle, olvidan el principio de legalidad, interpretan las normas confusas siempre en contra de los procesados, y hasta aplican la analogía penal en su contra. Pareciera necesario retribuir a la sociedad por las injusticias de otros jueces. Las pruebas son dudosas y pese a ello, sirven de soporte a la condena. Horrores conozco de personas inocentes que por venganza, son acusados de violación, y luego, son condenados sin que haya plena prueba de los hechos; la dificultad de la prueba contra el procesado, hace que contra este se aplique una presunción de ilicitud. Se equivocan quienes creen que por el hecho de que haya víctimas, es necesario, a como dé lugar, condenar a alguien, así no haya prueba en su contra.

 

Y contribuye a todo esto, el procedimiento oral tan de moda ahora en Colombia. He participado en procesos de diversa índole, regidos por la oralidad. La agilidad presunta impide que los jueces analicen con detalle los recursos de reposición o de apelación. Ningún jurista, incluidos los jueces, tiene la preparación y la capacidad intelectual para resolver sobre la marcha, problemas jurídicos de largo alcance. ¿De qué vale presentar un juicioso y fundamentado alegato en favor de una causa, si la motivación de las providencias es casi nula o inexistente, porque el juez debe fallar al instante, sin tiempo para estudiar? Créanmelo: estamos condenando a gente inocente, o sin pruebas, en aras de la aplicación del imperio de la ley, mientras los verdaderos trasgresores de las normas, a menudo, tienen la justicia a su disposición.

 

La descongestión de la justicia no se logra volviéndola oral y acabando con los procesos ordinarios. Se consigue si a los jueces se les disminuye el número de procesos a su cargo. Con un número razonable de procesos, un juez es capaz de sacar adelante un proceso ordinario en cuestión de un año. Así era antes, y se respetaba el derecho de defensa. En cambio, con el exceso de negocios para cada juez, las tutelas y los juicios orales ya empiezan a demorarse años para ser fallados. Y las víctimas de esos retrasos son los justiciados. No estamos buscando el ahogado río arriba... sino en otro río.

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