Columnistas
Oralidad o lecturabilidad
Ramiro Bejarano Guzmán Director del Departamento de Derecho Procesal de la Universidad Externado de Colombia
|
El proceso arbitral sin duda ha servido como mecanismo para resolver controversias que de haberse tramitado en la justicia ordinaria, muy seguramente habrían tardado años en solucionarse. Los árbitros, por lo general, son profesionales competentes, dedicados y honorables. Las virtudes de orden personal y profesional de estos juristas que transitoriamente ejercen la función pública de administrar justicia, sumadas a las ventajas indudables de contar con los recursos tecnológicos que por fortuna ofrecen los centros de arbitraje para el adelantamiento de los litigios, han puesto a la institución arbitral en posición de privilegio.
No obstante, es la hora de expresar reparos a una costumbre que se ha venido volviendo norma en todos los tribunales arbitrales, y que de no enmendarse, puede amenazar severamente su eficacia y prestigio.
El tema parece menor, pero no lo es. Se trata de los famosos recesos que se decretan en el curso de las audiencias, cuando los árbitros han de tomar una decisión diferente a la de proferir laudo, como decidir un recurso o adoptar algún pronunciamiento de trámite. Se volvió perverso y dilatado hábito que en vez de decidir inmediatamente, los árbitros suelen decretar supuestamente un pequeño receso de la audiencia, que en muchas ocasiones se extiende a niveles absolutamente injustificados, mientras concilian o preparan una providencia.
No puede olvidarse que la filosofía del arbitraje es ser un proceso eminentemente oral, con excepción de la formulación de la demanda, su contestación y el laudo, que han de estar facturados en escrito. Las demás actuaciones en ese trámite arbitral han de surtirse oralmente, para rendirle culto a la agilidad del proceso.
Acontece que la práctica arbitral abandonó la buena costumbre de decidir inmediata y oralmente todo aquello que es de simple trámite o interlocutorio; en su lugar, los recesos en las audiencias son utilizados para fulminar providencias innecesariamente extensas, en veces cargadas de las más sofisticadas referencias aparentemente cultistas, para lo cual se echa mano de jurisprudencia y doctrina.
Dado que el proceso arbitral es oral, por lo mismo requiere árbitros competentes que sepan decidir y hacerlo pronto, tanto más si se trata de aspectos de simple trámite. La verdad es que en la realidad diaria, el arbitraje es un proceso oral solamente para los abogados litigantes, quienes han de estar prestos a expresar sus planteamientos en forma inmediata o a recurrir las providencias tan pronto se profieran, sin que sea usual suspender las audiencias para que el profesional del derecho prepare sus intervenciones o intente lucirse invocando apartes de sentencias o citas doctrinales. Mientras el trámite del arbitraje para el abogado es oral, los árbitros, por sí y ante sí, transformaron el principio rector de la oralidad en lecturabilidad.
En efecto, quien haya tenido que enfrentar un proceso arbitral o lo esté surtiendo en estos tiempos seguramente tendrá grabado en su memoria cómo después de cada receso en las audiencias, los árbitros ordenan leer sus determinaciones, lo cual por supuesto, conspira contra la oralidad y la celeridad debida a este trámite.
Si esta situación no se enmienda, la justicia arbitral puede correr el riesgo de que cuando esté funcionando la oralidad en la justicia ordinaria –lo cual debe ocurrir algún día así se postergue la entrada en vigor del Código General del Proceso– resulte más atractivo a los usuarios y litigantes acudir a esta, antes que someterse a dispendiosos arbitrajes, en los que, se insiste, nada es oral, porque en últimas todo se escribe para que pueda leerse con asfixiante e inútil precisión.
Si mañana los jueces del Estado cuentan con los mismos recursos que se ponen a disposición de los árbitros para el recaudo de las pruebas, muy probablemente animarán a muchos a volver a pensar en esa justicia ordinaria que empezó a perder protagonismo ciudadano, precisamente por incurrir en los pesados defectos dilatorios que hoy están acusando los trámites arbitrales.
Los centros de arbitraje en sus reglamentos deberían ocuparse de velar por controlar que el trámite de los procesos sea auténticamente oral, y ojalá empiecen por recordárselo a quienes ofician como árbitros. Antes de que sea tarde.
Opina, Comenta