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25 de Abril de 2024 /
Actualizado hace 10 horas | ISSN: 2805-6396

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Opinión / Columnista Impreso

Columnistas

Normas judiciales (a propósito de un libro)

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Maximiliano A. Aramburo C.

Profesor de la Universidad Eafit

marambur@eafit.edu.co

 

Si crean o no derecho los jueces es una pregunta que recorre la literatura iusteórica desde hace varias décadas. Enfoques simplistas suelen contentarse con una respuesta geográfica (del tipo “quizás en otras latitudes”) o se limitan, en estricto formalismo, al plano del texto de ciertas normas, convenientemente elegidas para sustentar el aserto. Los juristas, capaces como somos —como en el poema del maestro Valencia— de sacrificar un mundo para pulir un verso, podemos elegir ignorar lo que vemos, con tal de mantener en pie una teoría. Antonio Bohórquez Orduz, profesor y magistrado santandereano, eligió el camino difícil: examinar la jurisprudencia civil de la Corte Suprema de Justicia, para determinar si allí había “creación” de normas jurídicas. El resultado es un voluminoso libro que, pese a su dimensión, se deja leer de corrido: Principio de completitud y creación judicial del derecho.

 

El autor, quizás influenciado por su labor judicial, parece presto desde las primeras páginas a dar respuesta afirmativa a la pregunta de su investigación. Pero, no obstante adivinarse desde los primeros capítulos “quién es el asesino”, las pistas se develan de manera definitiva a partir del capítulo V, en el que se exhibe la impresionante tarea del autor: el resultado de haber leído y analizado más de mil sentencias, en materia de contratos, del máximo tribunal de casación del país.

 

Cinco grandes grupos de casos parecen darle la razón al profesor Bohórquez: simulación, dación en pago, mutuo disenso tácito, indexación de prestaciones dinerarias y vinculación de sujetos no contratantes. Cinco grandes temas en los que, según el autor, no influyó de manera necesaria la jurisprudencia constitucional, que en algunos de esos casos ni existía entonces, pero sí —y de manera decisiva— la labor de la Corte Admirable de los años treinta del siglo pasado. Para él, de manera sugerente, crear derecho no solo es una potestad de los jueces, sino que es uno de sus deberes, aunque esa tarea no es ilimitada ni supone un poder omnímodo. Una obviedad, se dirá. Pues bien: la obra de Bohórquez es una lectura provocadora que combina de manera exquisita un fino trabajo teórico y una delicada apuesta práctica, y que podría pertenecer —guardadas, por supuesto, las diferencias— al género en el que hace casi dos décadas se escribió una obra similar en Italia: La giurisprudenza civile, de Pierluigi Chiassoni. Es una obra que, además, carece de un carácter unívoco: por ser una tesis doctoral, no es claramente un manual, pero nadie renegaría de su utilidad práctica; no es dogmática, aunque tiene algo de “alta” dogmática; no es solo teoría del derecho, aunque evidentemente también lo es.

 

¿Y es que acaso alguien duda de que los jueces crean derecho? La respuesta es contundente: sí. La ilusión de creer aún en el juez-oráculo, que consulta el arcano para dar la respuesta que escapa a los ojos de los profanos, a veces oculta la tarea artesanal de quien tiene en sus manos, de manera temporal o definitiva, función judicial. Por eso, aunque uno quisiera despreciar las teorías o las muestras que algunos —como el profesor Bohórquez— ofrecen, al alma humana le resulta casi imposible apagar la llama de la confianza en sus jueces, la confianza en que siempre será posible que queden jueces en Berlín. Ver en casos concretos (ordinarios, si se quiere) que también allí hay labor creadora permite darse cuenta de que la jurisdicción en materia civil no ha sido solo el escenario en el que se ordenan medicamentos y cirugías negados por el plan obligatorio de salud (POS), en el que se satisfacen los créditos insolutos del siempre poderoso sistema financiero, o en el que se pierden en un inciso procesal los derechos que se creía tener. Y claro: como esa confianza viaja siempre de la mano de la duda (¿y si los jueces se equivocan?), toca recordar que el uso de poderes siempre viene acompañado de los deberes relativos a ese uso. Para bien o para mal, la infalibilidad solo es un dogma papal. 

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