Columnistas
La nunca bien ponderada Ley 80
José Miguel De la Calle
Magíster en Derecho (LL. M) de la Universidad de Harvard (EE UU)
La cultura de contratación pública colombiana es un caso aberrante de doble moral al interior de nuestra propia institucionalidad. Al tiempo que el lado “Dr. Jekyll” de las estructuras del poder público trabaja permanentemente en promover reformas para profundizar y mejorar el régimen de contratación pública, la faceta “Mr. Hyde” del poder público fabrica de forma infatigable métodos para eludir la aplicación de la Ley 80 y todas sus normas complementarias y así poder acudir a un sistema más “simple y expedito” de contratación.
Aunque en ciertos casos es válida la contratación directa, teóricamente la licitación pública debería ser la modalidad de contratación emblemática por excelencia. Sin embargo, la audacia y creatividad de muchos alcaldes, gobernadores, directores de entidad, ministros y de sus asesores jurídicos, normalmente es suficiente para salirse con la suya y lograr que la gran mayoría de los contratos del país terminen celebrándose por alguno de las atajos que se han inventado para contratar de forma directa a quien se prefiere, evitando la “aburrida” competencia, que hace “más complejos” los procesos de contratación.
Los sistemas de elusión del régimen contractual oficial son muchos y bien conocidos: los convenios interadministrativos; la figura del contrato intuito personae, a la que le han dado como a violín prestado; la Ley de Ciencia y Tecnología, que abrió un boquete del tamaño del Cañón del Chicamocha; la naturaleza especial de las entidades financieras que “ayuda” bastante; la utilización de los servicios de organismos internacionales de naturaleza especial; la creación de entidades de naturaleza atípica, que se sale de las estructuras convencionales de la Ley 489 de 1998 y otras varias formas y mecánicas, que en ocasiones han sido bendecidas por los mismos organismos de control.
A veces se olvida que la contratación pública es un mercado; un mercado en el que el poder lo detenta el Gobierno como gran comprador de productos y servicios. Con un valor superior a los 140 billones de pesos anuales (equivalente al 15 % del PIB), el mercado de compras públicas se ha convertido en el mercado más grande del país, por encima de la construcción, el sector financiero o los establecimientos de retail.
El Estado, como el mayor creador de mercado que es, debería saber que pesa sobre sus hombros la inmensa responsabilidad de crear condiciones de mercado transparentes, equitativas y competitivas, para así lograr que ese gran universo de transacciones en las que incide, se vea beneficiado por las virtudes de la libre competencia: mejoramiento continuo de los servicios y productos que compra, la innovación y la reducción de precios.
Cada vez que el Gobierno le saca el cuerpo a la modalidad de concurso para escoger a sus proveedores, y decide contratar a dedo, deja escapar una oportunidad para que el respectivo sector económico avance un centímetro más en hacerse más eficiente y competitivo. El Gobierno no solo está para producir normas obligatorias para los particulares, sino para dar ejemplo con sus comportamientos propios. Además, como es evidente, las licitaciones son el mejor antídoto ante el flagelo de la corrupción, en tanto aumentan la transparencia del proceso y le brinda mayor capacidad a los demás concursantes y a terceros para hacer veeduría ciudadana.
El hecho de que ocasionalmente se conozcan escándalos de corrupción en las licitaciones en vez contradecir lo dicho, sirve para deducir que ha de ser mucho mayor la corrupción en los contratos a dedo, donde poco o nada se conoce públicamente.
Ahora que la Agencia Colombia Compra Eficiente trabaja en una reforma integral del régimen de contratación pública, vale la pena preguntarse qué hay que hacer para lograr que todo el sector público colombiano se aprenda la lección de la importancia de los concursos públicos y se mueva consistente y decididamente hacia las mejores prácticas en la contratación.
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