Columnistas
Hay que salvar el Estado de derecho
Javier Tamayo Jaramillo Exmagistrado de la Corte Suprema de Justicia y tratadista
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En un Estado social y pluralista de derecho, si es que se respeta, la dialéctica de la eficacia del derecho es implacable en tanto y en cuanto las síntesis no conlleven a la autodestrucción del pluralismo y del principio de legalidad. El pluralismo supone que el pueblo que esté dispuesto a respetar los lineamientos mínimos de la Carta Política tiene derecho a proponer las soluciones que desee. Es en ese marco donde cabe hablar de progresistas y reaccionarios. Opinar lo contrario sería “tenerle miedo a la libertad”. Si el constituyente mantiene las estructuras de la naturaleza social del Estado de derecho, así como las reglas de su propia modificación, los poderes del Estado carecen por completo de legitimidad para atajar los cambios a la Carta Política. So pretexto de salvar los privilegios del establecimiento socioeconómico que tenemos o que deseamos, no podemos tirar por un atajo ilegítimo nuestra democracia pluralista.
Por ello, me parece contraria a la Carta y al Estado social de derecho, la decisión del Presidente de la República de objetar la reciente reforma a la justicia, y con mucha mayor razón, la del Congreso, de hundir esa reforma, moldeada durante meses, de acuerdo a los intereses de las tres ramas del poder. Ya no es solo la Corte Constitucional la que incumple los textos fundamentales.
En mi concepto, no podemos salvar un sistema corrupto e injusto por miedo a la dinámica de las fuerzas sociales en un Estado social de derecho. Que la Corte decida si la reforma es constitucional o no, pero no tratando de salvar su ideología o el establecimiento, sino el Estado de derecho, pase lo que pase. Así los peligros de la entrada en vigencia de la reforma sean extremos, la Corte debe fallar en derecho, es decir, de acuerdo con los textos de la Carta. El Estado social de derecho tiene sus propios mecanismos y sus propios límites, y nada lo hará naufragar a condición de que las reglas de futuras reformas permanezcan en manos del pueblo soberano. La reforma fue perversa y atentaba contra los más elementales principios de la ética social y política. Sin necesidad de juicios axiológicos sobre su conveniencia, ella adolecía de evidentes vicios de forma. Y era claro para todos, que con ella se buscaba dejar impunes delitos graves, así como perpetuar privilegios injustos. Pero ello no autoriza para hundirla. Son el pueblo o el mismo parlamento los legitimados para emprender una contrarreforma de esa magnitud. Y que los culpables respondan por ello. Si no se aplica la Constitución frente a la reforma y los que la hundieron, la democracia desaparecerá pues cuando a un Presidente, a un Legislador o a una Corte Constitucional no les guste una reforma de este tipo, van a hundirla dizque con la intención de salvar al país de la hecatombe.
Si de verdad tenemos una Corte progresista, ella no puede ahora sostener que el Presidente y el Congreso se comportaron democráticamente para salvar al país ya que la reforma violaba el sistema de nuestra Carta Política. En mi concepto, así el país tenga graves problemas constitucionales, su Estado de derecho debe tener el germen suficiente para arreglar las cosas. No podemos continuar violando la Constitución para remendar errores de la clase política y del establecimiento en general.
Ahora, cabe preguntarnos cuál será la solución para lograr las grandes reformas que el país necesita. Sabemos que ni el Ejecutivo ni el Congreso tienen la capacidad para sacarlas adelante. Y si la tuvieran, no es difícil que la Corte Constitucional, argumentado la defensa de las minorías, en un arranque de “progresismo”, impida que se modifiquen sus privilegios y ciertas competencias que ella se ha arrogado.
No cabe duda entonces, que de acuerdo con la norma de normas, es mediante un referendo popular o mediante una asamblea constituyente como se salva nuestra democracia. Pero hay un grave inconveniente: en efecto, según la Corte (Sent. C-551/02), el pueblo carece de competencia para modificar la Carta mediante referendo, pese a que ella misma en forma expresa así lo permite. Por cuestiones ideológicas coyunturales, el alto tribunal hundió sin necesidad la regla de oro de la democracia: la soberanía del pueblo. Eso es de lo más reaccionario que pueda tener una interpretación constitucional. Eso no es progresismo, sino activismo judicial orientado a proteger una particular visión de la sociedad. Queda como última alternativa la de una asamblea constituyente de expertos en el tema para que, sin talanqueras de la Corte Constitucional, decida lo que sea conveniente para nuestra justicia. Sin embargo, no es difícil que el mismo tribunal vete esa posibilidad pues su activismo carece de límites pese a que la Carta en forma expresa habilita ese precioso mecanismo. El problema, finalmente, es que las fuerzas populares de la calle nadie las ataja, y corremos el riesgo de que masas de izquierda o de derecha generen hechos imposibles de desconocer. El Estado social de derecho, cuando funciona con su dinámica propia, nos protege de semejantes tentaciones.
No nos dé miedo: que el pueblo mediante referendo o mediante una asamblea constitucional reforme la justicia; y que la Corte se declare impedida pues sus posiciones y decisiones son bastante conocidas. El progresismo de los magistrados, en un Estado de derecho, consiste en someterse a la aprobación permanente de la sociedad. El Tribunal Constitucional no es el falso mesías que salva al pueblo cuando este decide según la misma Constitución. Así esté equivocado.
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