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26 de Abril de 2024 /
Actualizado hace 19 minutos | ISSN: 2805-6396

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Opinión / Columnista Impreso

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Funcionarios confesionales en Estados “laicos”

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Sergio Rojas Quiñones 

Grupo de Investigación en Derecho Privado

Pontificia Universidad Javeriana 

 

Para el Juzgado Trece Laboral del Circuito del Plan Piloto de Oralidad de Cali, “tratándose de la justicia, no favorecerás ni siquiera al pobre”. Ciertamente, con este pasaje del Éxodo, el juez no solamente adorna uno de sus autos admisorios, sino varios de los oficios librados en el curso de un trámite e, incluso, la sentencia que le pone fin al mismo. Lo curioso, además de la estrambótica citación bíblica que aparece a manera de nota, es que la situación trascendió del despacho involucrado y, por razones del azar, llegó hasta la Corte Constitucional, la cual, como es tradicional, no escatimó en esfuerzos para aludir a tan interesante situación. En efecto, a pesar de que la tutela revisada por el tribunal se refería a un aspecto de seguridad social, los magistrados aprovecharon para recordarles a los jueces y a los funcionarios que, “… en el ejercicio de sus funciones, están obligados a respetar el principio de laicidad que caracteriza al Estado colombiano…” (Sentencia T-453 del 2012).

 

Esta postura, como es obvio, no debe pasar inadvertida. Sin perjuicio de la extravagancia de la cita bíblica, es necesario tener cuidado con la advertencia que hace la Corte por lo amplio de sus términos y lo inquietante de su alcance. Así, lo primero que se debe advertir es que el tribunal constitucional, una vez más, aprovecha sus providencias para lanzar directrices, mandatos o sugerencias sobre la manera de vivir y pensar en el Estado colombiano, a pesar de que no tengan que ver con el objeto de la litis. Es curioso que afirme entonces que los jueces solamente deben ocuparse del problema jurídico sometido a su consideración, ya que la Corte misma le hace el quite a esta regla en la sentencia y aprovecha para recordar, prevenir o instar a las autoridades sobre asuntos circunstanciales o adyacentes.

 

En segundo lugar, no deja de llamar la atención que el tribunal sea tan categórico al afirmar que el pronunciamiento de una autoridad “… debe estar desprovisto de cualquier expresión que permita suponer un sesgo fundado en las creencias religiosas…”, cuando la propia Constitución proviene del “Pueblo de Colombia (…) invocando la protección de Dios”. Es claro que este no es un Estado confesional, pero el constituyente, en el acto constitucional, expresó una creencia religiosa, aun a pesar de la laicidad. Ello evidencia entonces que la Constitución es ajena a funcionarios que sean convidados de piedra o que, ilusoriamente, pretendan hacer caso omiso de sus creencias. Este es el juez autómata que, desde hace años, ha experimentado un interesante proceso de superación y que, como persona, parte del reconocimiento de una convicción.

 

También es importante destacar que los términos de la indicación realizada en la providencia lejos están de la posibilidad física y jurídica. ¿Es acaso viable pedirle a un funcionario que prescinda de su fuero interno y erradique cualquier expresión que refleje sus convicciones? Seguramente no. Idealizar al funcionario judicial al punto de proscribirle ciertos sesgos ideológicos o, como dice la sentencia, imposibilitar su adherencia a cualquier credo, es negar una circunstancia inherente a la condición humana. Y que no se crea que se incurre en una exageración: la sentencia, realmente, es amplia y categórica en los términos de la mencionada proscripción. Así, so pretexto de neutralidad, la Sentencia T-453 propugna por un ideal de juez despersonificado.

 

¿Qué hacer entonces frente a este tipo de situaciones? La experiencia reciente indica que la pasividad ante funcionarios que ponen sus convicciones por sobre la dignidad del cargo que ocupan no es nada afortunada. Pero una solución efectiva no es fingir que tal situación no acontece o, lo que es peor, prohibirla a ultranza. Tal vez sea más conveniente y eficaz diseñar mecanismos realistas que partan de la base de que los funcionarios, como personas, tienen pasiones y convicciones, las que no deben censurarse por el solo hecho de existir. Lo que sí se debe censurar es aquella situación en la cual la tendencia ideológica o religiosa supone un desconocimiento de la Constitución o de la ley, por ejemplo, por ser discriminatoria o pretermitir los mandatos legales. Mientras ello no suceda, esto es, mientras la convicción no tenga ninguna incidencia en la actuación o, a pesar de tenerla, dicha incidencia se acompase con el contenido del ordenamiento, no hay razón para censurarla o desconocerla per se, como lo hace la Corte, por el simple riesgo de transmitir un mal mensaje.

 

Para construir el ideal de Estado tolerante, neutro y laico se debe partir del reconocimiento de las pasiones propias de los funcionarios. En ese sentido, no vale la pena incurrir en la dictatorial prohibición de las convicciones expresadas, sino articular su tratamiento adecuado. La invitación es a no caer en el péndulo: el simple reflejo ideológico es connatural al hombre y necesario en la decisión judicial, claro está, sin incursionar en extravagancias y, más que ello, en ilicitudes. El equilibrio y la autonomía son, pues, la consigna.

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