¿Quién reformará la justicia?
Jaime Castro
Exministro y exalcalde de Bogotá
Las investigaciones a que ha dado lugar el “cartel de la toga” y la conducta de otros magistrados, jueces y funcionarios de la Fiscalía, las controvertidas decisiones de las altas cortes, así como el desespero de quienes llevan años esperando que les resuelvan sus situaciones y reclamos, han puesto sobre el tapete, una vez más, la necesidad de la gran reforma judicial repetidamente ofrecida y que se ha vuelto asignatura pendiente, porque se ha intentado en varias ocasiones, pero nunca se ha hecho. Millones de colombianos seguramente comparten la frase de Eduardo Galeano: “La justicia es maldición para quienes no pueden comprarla”.
Causas de lo que ocurre son varias. La de mayor incidencia y peso está en la politización de la justicia que surge de la intervención directa o indirecta del Gobierno, el Congreso y los partidos en la designación de la cúpula judicial. Nuestras Constituciones siempre ordenaron que el Ejecutivo, previo acuerdo con la corporación pública de elección popular, nombrara los tribunales superiores o enviara listas para su designación. El deterioro de nuestra vida política condujo a que en buen número de casos los magistrados llegaran al cargo a pagar las deudas de las campañas que habían adelantado para ser ternados o elegidos. Por ello, el Plebiscito de 1957 garantizó la independencia orgánica de la Rama Judicial, disponiendo que ninguna instancia política participara, así fuera indirectamente, en la elección de las cortes y tribunales. Adoptó la cooptación: las vacantes en la Corte Suprema y el Consejo de Estado serán “llenadas por la respectiva corporación”. Esta fórmula, que ordenó a la política manos fuera de la justicia, rigió durante 30 años y solo fue objeto de reparos que eran fácilmente subsanables.
Pero la Constituyente de 1991, equivocadamente, creó una especie de cordón umbilical entre el Gobierno, el Consejo Superior de la Judicatura, las altas cortes y el manejo de la carrera judicial: ordenó que el Ejecutivo envíe las ternas de las que el Congreso elija una de las salas del Consejo Superior que, a su vez, integra las listas de candidatos para la designación de magistrados de la Corte Suprema y el Consejo de Estado. Se transmitieron así a la Rama Judicial vicios y prácticas de nuestro desgastado mundo político.
Por ello, el debate sobre la reforma judicial no se adelanta en términos fundamentalmente técnicos, como debería ser, pues las cortes que intervienen en la elaboración de los proyectos y decidirán sobre su validez jurídica lo hacen con motivaciones políticas, a veces referidas al estatus de sus miembros, y el Congreso decide igualmente con base en consideraciones políticas.
Como lo anotado hace parte de nuestra normativa constitucional y ni el Congreso ni las cortes tienen interés en cambiarla, para muchos la reforma solo la hará una asamblea constituyente o el pueblo mediante referendo. Sin embargo, ninguna de estas dos fórmulas es viable en la coyuntura actual. La primera exige una ley que pregunte al pueblo si convoca a la asamblea y si responde afirmativamente habría nueva votación que la elija. Y el referendo requiere una ley que incorpore las preguntas que debe responder la ciudadanía y luego la votación de cada una de ellas.
Por eso, el tema debe plantearse de otra manera: estamos viviendo acaso situaciones comparables con las de 1957 y 1991 cuando se votó un plebiscito, que técnicamente fue un referendo, y se convocó una constituyente, figuras que no estaban previstas ni reglamentados en la normativa vigente, pero que las circunstancias impusieron, porque era necesario que el sistema político sobreviviera e hiciera suyas las reformas que necesitaba. En ambos casos se invocó la consecución de la paz, alterada en los años cincuenta por una verdadera guerra civil y en los ochenta por la acción de uno de los mayores actores del conflicto. Por esa razón se acudió a instrumentos y mecanismos supra o extraconstitucionales que también requieren situaciones políticas particularmente excepcionales.
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