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La “crisis de la justicia” y el absolutista desilusionado
Maximiliano A. Aramburo C.
Profesor de la Universidad Eafit
Cuando a raíz de los escándalos de corrupción en altas esferas judiciales se habla de crisis de la justicia, parece necesario distinguir qué está en crisis y qué no. Y si hay algo que lo esté, determinar cuál es su importancia para enfrentar el fenómeno adecuadamente, sin especulación. Para ello hay que partir de premisas que eviten desviar la discusión. Se trata, pues, de evitar una lectura —en cierto sentido posmoderna— que equivaldría, guardadas las proporciones, a la del “absolutista desilusionado” del que hablaba Hart: según esta lectura, dado que hay más cosas en crisis —o que hay crisis más graves, o que en realidad no es tan grave, o que los hechos en los que se funda siempre han ocurrido, o…— el fenómeno no merece toda nuestra atención. Intentaré explicar algunas de las ideas que subyacen a este debate, que tomo prestadas de recientes discusiones con colegas y amigos.
En primer lugar, puede plantearse que no es de la justicia de lo que se habla, pues esta es un valor que no se mancha, sino de algo más terrenal, que sería la Rama Judicial. Tal distinción analítica es importante, pero, una vez salvado el asunto semántico, el problema persiste: ¿Hay crisis en la Rama Judicial?
La segunda cuestión tiene que ver con el significado de “crisis”. Alguien ha planteado que las corruptelas visibles en medios de comunicación con lustrosos protagonistas no son, en realidad, nada nuevo, de tal manera que no habría crisis, sino reiteración de lo que siempre ha ocurrido. En ese sentido, no habría crisis de nada, o bien sería una crisis metastásica y longeva. Tal lectura puede ser sumamente injusta con los honestos y necesita bases empíricas para diseñar soluciones. Pero, además, en lugar de contribuir a frenar el problema, parece normalizarlo o desplazarlo: por aspirar a lo más (una reforma estructural del Estado, por ejemplo), no ataca problemas concretos.
En tercer lugar, estaría la cuestión de qué es lo que está en crisis, si es que hay algo: ¿Cómo se manifiesta? ¿Es la financiación de los servicios de la Rama Judicial? ¿Se trata de las altas cortes o de la justicia ordinaria? ¿Es la independencia de los jueces, acaso? ¿O su imparcialidad? ¿Es la grave congestión, que impide la eficiencia? ¿Son los mecanismos de selección y formación de los jueces? ¿Su ética? ¿Es un problema que afecta a todos los funcionarios judiciales, a una mayoría o apenas a una parte mínima? ¿Es la forma en la que ejercen su función? En últimas, ¿qué debemos y qué podemos esperar realmente, como sociedad, de los jueces? Múltiples estudios intentan responder estas y otras preguntas. Articular los hallazgos y diseñar respuestas globales no es tarea fácil. Pero ciertamente la generalización espuria debe evitarse a toda costa.
Un cuarto asunto, quizás central, tiene que ver con la reducción del fenómeno jurídico a lo jurisdiccional. El Derecho, decía Nino, es como el aire: está en todas partes. En ese sentido, alguien puede sostener que no es posible (o sensato, o relevante) hablar de crisis de la justicia, porque el juez no es el Derecho —ni el Estado—, ni viceversa: esto no lo negaría nadie. Pero hablar del juez es relevante no porque el juez sea monopolio, sino porque es paradigma: del razonamiento jurídico, de la aplicación del Derecho, de la resolución de controversias, por ejemplo. El juez, en ese sentido, es también un modelo constante en las sociedades de Occidente. Y por eso importa la evaluación ética de las altas cortes, en conjunto con otros asuntos y con una visión que sea compatible con ellos. No porque se ignoren los problemas de la base o del medio, ni porque la coyuntura importe más que la estructura, ni porque no deban afrontarse otros problemas (acceso a la justicia, calidad ética de los abogados, criterios de selección y formación de los jueces, problemas de otros sectores del Estado, por ejemplo), sino porque pasar de largo frente al tema puede ser un síntoma más del problema.
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