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24 de Abril de 2024 /
Actualizado hace 5 horas | ISSN: 2805-6396

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Opinión / Análisis


A propósito de los resultados del plebiscito en Chile: ¿soñar o merecer una Constitución?

12 de Septiembre de 2022

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A propósito de los resultados del plebiscito en Chile: ¿soñar o merecer una Constitución? (EFE-Alberto Valdés)

Édgar Hernán Fuentes-Contreras

Investigador posdoctoral Universidad de los Andes (Chile)

 

No hay que equivocarse: aunque para algún sector de la comunidad internacional fue una sorpresa, el resultado que obtuvo en las urnas la propuesta de Constitución para Chile era bastante probable y, por demás, consecuente.

 

Un seguimiento a lo que venía sucediendo, en el contexto de las campañas y el diario vivir, anticipaba como plausible la caída de un proceso que trató, inclusive, en su cierre, de sostenerse en la idea de “aprobar para reformar”. Esto demuestra que los partidos y los movimientos que apoyaron el texto de la propuesta ponían en duda su idoneidad; mientras admitían, así fuese implícitamente, que no habían logrado recoger el sentir y el querer de una población diversa que no solo comparte un territorio.

 

Esto, sumado a errores de redacción que fueron aceptados públicamente y que habían quedado en la propuesta que se votó –como el del artículo 116 literal B, sobre la pérdida de la nacionalidad chilena– hacían difícil ver el texto como algo sólido y suficiente para ser valorado como una verdadera obra constituyente.

 

Ciertamente, extensa en derechos, pero con demasiados aspectos cuestionables en la forma como se organizaron los poderes del Estado y sus funciones, la propuesta de Constitución que se votó el 4 de septiembre procuró generar un relato que no era necesariamente práctico. De ahí que las discusiones días antes de la votación se centraron, ante los más de 100 artículos que hablaban de derechos, en ¿cómo se alcanzaría la efectividad de los mismos? Y ante respuestas infructuosas que equiparaban la garantía, como inclusión con eficacia, o que, en su defecto, implicaban acciones complejas, confusas o que iniciaban de cero, la sensación de incertidumbre, de impericia y de rareza hizo que el texto careciese de empatía entre los votantes.

 

Campo de experimentación

 

En efecto, la propuesta de Constitución parecía mostrar una incapacidad de entender que la garantía de los derechos no pasa exclusivamente por su reconocimiento explícito dentro de un texto –menos, si hay, por ejemplo, un bloque de constitucionalidad o el reconocimiento derechos innominados–, sino, más bien, por cómo se armonizan las labores de los órganos estatales para que estos tengan lugar en la realidad. Bastaría revisar sobre el tema la experiencia de los derechos sociales en el ordenamiento alemán vigente.

 

En ese sentido, la propuesta no contaba con soluciones para superar los dilemas de gobernabilidad que dieron inicio a todo el proceso, y no era proporcionado tener una colección o catálogo de derechos, pero sin explicitar el modo de llevarlos a cabo a la práctica. Chile no quería ser un campo de experimentación.

 

Por ende, no fue la falta de información sobre lo que decía la propuesta lo que la condujo al fracaso. Fue la preocupación de verla como una narrativa de la diferencia radicalizada y que poco tenía de lo que unía realmente al pueblo.

 

La propuesta de Constitución era más un programa de gobierno y así se presentó cuando se manifestó con perseverancia que la Constitución vigente impedía las promesas del gobierno actual. Era, entonces, una propuesta que bien lo hubiese calificado Karl Loewenstein como “Constitución ideológico-programática”, y, por supuesto, ontológicamente, una propuesta de “Constitución semántica” o, usando la categoría del profesor David Law, una “Constitución aparente”.

 

Sustentada orgánicamente en temas como la legislación en concurrencia, la unicameralidad en ciertos asuntos, la extrema rigidez constitucional, la fragosidad de lo que significaba el Estado regional y la plurinacionalidad, entre otros, puso en jaque las intenciones del “apruebo”.

 

Las reformas

 

Además, no puede perderse de vista que el juzgamiento por su origen de la Constitución de 1980 fue diluyéndose: nada menos preciso que asegurar que la Constitución chilena vigente es la de la dictadura. Pensar así no solo desconoce los resultados de la interpretación evolutiva, sino también todo aquello que ha hecho la democracia para su mejora.

 

Si se revisa, durante muchos años, la Constitución vigente en Chile ha contado con reformas en 1989, 1991, 1994, 1997, 1999, 2000, 2001, 2003, 2005, 2007, 2008, 2009, 2010, 2011, 2012, 2013, 2014, 2015, 2017, 2018, 2019, 2020, 2021 y 2022. Muchas de ellas, inclusive, en temas esenciales sobre protección de derechos, como las que se realizaron en 1989, 2001, 2005, 2007 y 2013, entre otras. Así, luego de un número superior a 35 reformas constitucionales, resulta errado asumir que Chile tiene exactamente la misma Constitución de 1980. Como bien podría pensarse con la Constitución de Colombia de 1991, con más de 55 reformas, sin contar las mutaciones constitucionales vía jurisprudencial.

 

En ese sentido, descalificar sin matices a una Constitución por su origen, en lo que sería una especie de sistema de “castas”, no es solo inconveniente, sino incoherente con los roles y acciones que suceden a su alrededor: sería tan ingenuo como si se asumiese que el derecho constitucional se limita, exclusivamente, al entendimiento del texto de la Constitución. Lo anterior sin olvidar que la historia ha puesto en escena que hasta una Constitución democrática puede ser utilizada por Estados totalitarios.

 

De este modo, si se acepta el uso de esa valoración de “castas constitucionales”, sin duda, la historia reciente colombiana, en sentido amplio, estaría en una situación crítica: tanto para la Constitución vigente, sin aprobación de salida, como para el Acuerdo de Paz, que tuvo que reformarse para su aprobación y la misma no pasó nuevamente por el pueblo de manera directa.

 

Ahora bien, no es que la propuesta no tuviese componentes positivos. Solo que ellos no contaban ni con la armonía ni con la aptitud para que se diera un resultado diferente al que se consolidó. Al tiempo que no se puede perder de vista que la pregunta que se hizo para el plebiscito no fue si la propuesta era mejor que la vigente o si la propuesta tenía cosas buenas, sino: “¿Aprueba usted el texto de Nueva Constitución propuesto por la Convención Constitucional?”. Siendo similar con el plebiscito de Colombia en el 2016, donde la pregunta no era sobre la paz, sino en específico: “¿Apoya usted el “Acuerdo final para la terminación del conflicto y la construcción de una paz estable y duradera”?”.

 

Por consiguiente, se demuestra que una Constitución va más allá de una afinidad momentánea o un deseo. Implica un entrelazado de elementos que no se advirtieron en la propuesta: desde la capacidad institucional, hasta las obligaciones adquiridas internacionalmente.

 

Resultados contundentes

 

En definitiva, las ansias de futuro pueden resultar engañosas como indicativo para definir lo oportuno en una comunidad política. Chile, en su ejercicio democrático, lo asumió, y no porque el problema social haya desaparecido, solo que no puede arreglarse de cualquiera manera, so pena de convertir a la Constitución en un placebo para responder a los dilemas políticos y sociales.

 

Con una participación muy alta –comparando con países en condiciones iguales–, de casi el 86 % del padrón electoral, es decir, más de 13 millones de participantes, mal se haría en catalogar como una elección polarizada o un reflejo de la izquierda y la derecha. La propuesta perdió y perdió en todas las regiones del país.

 

En suma, el apruebo en Chile fracasó, porque el pueblo no estaba dispuesto a aceptar algo mal hecho. Si bien aspiraba a un cambio de Constitución, no es válido que sea por cualquiera: se requería que la propuesta fuera suficiente para unir e integrar al país, un texto que más que refundar, se adhiriera al bien común. Pero no se logró. Por ese motivo, se hace fácil percibir que la ciudadanía juzgó que la obra de la Convención Constitucional parecía un sueño y, como todo sueño, según Freud, excesivo, recargado y lejano de la realidad. Ante ello, no es lo mismo soñar que merecer, y la propuesta, se expresó claramente, no era lo que el pueblo merecía.

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