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Actualizado hace 1 hour | ISSN: 2805-6396

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Opinión / Análisis


Extinción de dominio: la sentencia que le pone fin a la inseguridad en el mercado inmobiliario

22 de Septiembre de 2020

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Mauricio Pava Lugo

Abogado de la Universidad de Caldas, con estudios superiores en ‘compliance’ en la Universidad de Barcelona

 

Hace 30 años, la extinción de dominio era una figura inédita, siendo Colombia el primer país en el mundo en incorporarla al ordenamiento jurídico, como método para combatir los capitales derivados de los ilícitos del narcotráfico y en el marco del conflicto armado. Su primer e incipiente desarrollo legal ocurrió hace ya 25 años.

 

La extinción de dominio tiene como propósito perseguir bienes y capitales mal habidos, fruto de actividades delictivas, o destinados para la comisión de actos punibles, básicamente porque el Poder Público, a través de las instancias ejecutivas, legislativas y judiciales, quería transmitir el siguiente mensaje: el Estado protege solo aquellos bienes adquiridos de manera lícita y con una correcta destinación.

 

La Ley de Extinción de Dominio ha sido fundamental para perseguir las fortunas de los criminales en un país, que lleva más de 50 años de conflicto armado y que ha padecido las consecuencias del narcotráfico, el paramilitarismo y el despojo de tierras, entre otros tormentos y conflictividades sociales. Se han dado situaciones en que los grupos paramilitares o los narcotraficantes despojaban de sus tierras a la población y vendían estos terrenos a compradores de buena fe, quienes perdían estos terrenos a manos del poder punitivo del Estado, prácticamente en cualquier momento, en cualquier lugar y en cualquier circunstancia, cuando alguno de los antiguos compradores era señalado por la justicia.

 

Hubo situaciones dramáticas, por ejemplo, muchas personas compraban su vivienda a los bancos o a reconocidos constructores, entidades que, por su naturaleza y reputación, generaban confianza en los controles de legalidad y saneamiento de los bienes. Sin embargo, y pese a lo anterior, estas personas se veían obligadas a participar en extensos procesos judiciales, en los que el Estado, a través del ente acusador, fungía como verdugo arriesgando el patrimonio de aquellas personas. Esto condujo a que muchos predios quedaran por fuera del tráfico jurídico, por ejemplo, en zonas golpeadas por el fenómeno de la violencia, en donde las tierras se seguían negociando en el mundo de las transacciones informales.

 

La intensidad de la persecución por extinción de dominio llevó a las autoridades a cuestionar y, realmente, a expropiar bienes a terceros, si estos no realizaban investigaciones detalladas y pormenorizadas frente a cada persona que aparecía en un registro de los certificados de tradición y libertad. Sumado a esto, en la práctica, exigían que este procedimiento se extendiera hasta 10 o 20 años atrás y, como si fuera poco, los ciudadanos no tenían ninguna autoridad a la cual acudir para solicitar que certificara si podían o no hacer algún negocio.

 

Acción de extinción de dominio

 

Visto el contexto, vale la pena resaltar las características normativas de la acción de extinción de dominio, distinguida como una acción constitucional pública, real, autónoma, directa, patrimonial, jurisdiccional e independiente, relacionada con el régimen constitucional del derecho de propiedad.

 

Realizando un cálculo conservador, a la fecha, existen aproximadamente 22 normas relacionadas con la acción de extinción de dominio, de las cuales 10 permanecen vigentes. Al efectuar un breve repaso sobre las principales normas, se puede afirmar que el primer desarrollo legislativo fue la Ley 333 de 1996, que, de forma incipiente, estableció las causales por las cuales se podría llevar a cabo la acción de extinción de dominio y su carácter de imprescriptible y retroactiva. Sin embargo, esta ley tuvo confusiones en su aplicación, debido a que no se sabía con claridad si era dependiente o no del procedimiento penal, además de generar debate sobre su naturaleza y alcance, así como la protección de los derechos de terceros frente a la injerencia estatal.

Posteriormente, el Decreto Legislativo 1975 del 2002 aclaró conceptos y trámites de la acción, denominándola una acción real y autónoma del proceso penal y mutando las causales para que recayeran en los bienes y no en las personas. En ese mismo año, se expidió la Ley 793 del 2002, que conserva gran parte de los cambios hechos en el Decreto-Ley 1975. Luego de esto, la Ley 1708 del 2014 instituyó el primer Código de Extinción de Dominio, el cual brindó mayor celeridad al procedimiento, incorporó aclaraciones de la naturaleza de la acción y la consecuencia de la acción, proporcionando una delimitación más descriptiva de las causales de procedencia de la acción e incorporando un régimen procesal y de pruebas propio. Pero no pasó mucho tiempo para que este procedimiento fuese reformado por la Ley 1849 del 2017, con el propósito de acortar los términos de duración del proceso judicial.

 

Los intentos por darle celeridad a los procedimientos realmente no han arrojado resultados positivos, pues el promedio de duración de los procesos oscila entre los 10 y 30 años, el 91 % de los bienes en poder del Estado se encuentran en proceso. Son 60.000 los activos, aproximadamente, a un costo de administración entre los 80.000 y los 100.000 millones anuales para el estado colombiano. Todos son unánimes en afirmar en que el proceso de extinción de dominio requiere un mayor dinamismo del que puede lograrse, parcialmente, con la Sentencia C-327 del 2020, adoptada por la Corte Constitucional el pasado 19 de agosto.

 

La discusión sobre la constitucionalidad -o no- de la extinción de dominio sobre bienes adquiridos de manera lícita y su impacto sobre la seguridad jurídica, la confianza legítima y la interacción entre los actores de la sociedad se llevó a la Corte Constitucional, básicamente, para que se les otorgara seguridad jurídica a todos los ciudadanos, quienes de buena fe hubieran adquirido o financiado activos. Se trata de una iniciativa fundamental, toda vez que la seguridad jurídica es esencial para las relaciones sociales y, sobre todo, si se quiere que tanto los bancos, como las constructoras y las personas del común tengan la suficiente confianza para emprender proyectos inmobiliarios, especialmente en estos momentos en que tanto lo necesita el país para reactivar la economía.

 

La demanda

 

Con base en la situación descrita, se demandó la inconstitucionalidad de dos causales de la extinción de dominio, descritas en los numerales 10 y 11 del artículo 16 de la Ley 1078 del 2014.

 

Así, se dispuso que no está permitido afectar a un tercero cuando el negocio que ha emprendido carece de todo viso de ilegalidad. Además, prohibió exigirles a los ciudadanos cargas desmedidas, dirigidas a indagar exhaustivamente sobre la historia o las condiciones personales de quien transfiere un inmueble. Lo anterior bajo la siguiente premisa: si el propio Estado no ha podido establecer estas condiciones, ¿por qué se le pide a un ciudadano que ha actuado de buena fe que se encargue de este trámite?

 

En adelante, las actividades ilícitas desplegadas por los propietarios anteriores no son oponibles en ningún escenario a los ciudadanos de buena fe. Sumado a esto, se ordenó que la buena fe y la diligencia que puede exigirse de los ciudadanos (terceros) se relacione exclusivamente con los bienes objeto de la operación jurídica, no con las personas que les transfieren el dominio, justamente por la naturaleza real de la acción de extinción de dominio.

 

Del mismo modo, fue cuestionado el hecho de que las personas debían no solo realizar los estudios de títulos de los bienes, sino también efectuar meticulosas investigaciones sobre el pasado judicial de los vendedores, las controversias judiciales en las que se encuentran inmersos en las distintas jurisdicciones, las indagaciones y pesquisas que adelanta la Fiscalía en las que podrían estar involucrados e, incluso, la opinión sobre dicho vendedor en su comunidad y en las redes sociales.

 

Bien vale la pena concluir que el debate constitucional resuelto por la Corte Constitucional no le quita “dientes” al Estado para perseguir las fortunas derivadas de actividades criminales, ni es una decisión que le dé ventajas a los despojadores de tierras. Es una decisión que pone las cosas en su lugar, a los terceros de buena fe no se les puede pedir más de lo que incluso el propio Estado puede hacer. De ahora en adelante, los ciudadanos responderán por el negocio jurídico, pero no por el pasado judicial de los anteriores dueños de las propiedades.

 

Si la Fiscalía General de la Nación adopta esta decisión como una oportunidad de depurar a los terceros de buena fe exenta de culpa, en las fases preliminares de los procesos de extinción de dominio, les dará mayor dinamismo a los procesos de 10, 20 y 30 años, y estos serán cuestión del pasado, como serán las enormes sumas que se gasta el Estado en la administración de los bienes que han sido puestos a su disposición.

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