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Actualizado hace 12 horas | ISSN: 2805-6396

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Opinión / Análisis

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A un año del fallo de La Haya: ¿derecho o chauvinismo?

26 de Noviembre de 2013

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Nota:
22499

Eric Tremolada Álvarez

Doctor en Derecho Internacional y profesor de la Universidad Externado.

 

La coexistencia de relaciones entre Estados soberanos, sin importar su nivel de poder y desarrollo económico; la cooperación interestatal formal o informal y la protección de ciertos intereses esenciales de la comunidad internacional conforman los tres ámbitos de relaciones que regula el Derecho Internacional. De ahí que tres estructuras normativas, soberanía, cooperación y solidaridad, integren la unidad formal del ordenamiento universal.

 

Para nuestro balance, nos centraremos en la primera estructura, donde el Estado actúa con fundamento en la soberanía en todo lo que no hay un consenso común. Libertad que favorece la satisfacción de intereses de los Estados con mayor peso político y económico. Esto no quiere decir que los de menor peso no puedan cristalizar reivindicaciones a través de los mecanismos no jurisdiccionales y jurisdiccionales de solución pacífica de controversias, siempre que impere la buena fe.

 

Colombia, en los mares del Caribe occidental, aprovechando su peso político y económico, en 1969, con el pretexto que brindó Nicaragua de unas posibles concesiones de explotación petrolera al este del meridiano 82, elaboró la tesis del meridiano como frontera marítima, fundado en el Tratado Esguerra-Bárcenas de 1928. 

 

Cuatro décadas después de la suscripción de un tratado que versa sobre cuestiones territoriales y no marítimas, argumentó la existencia de una línea fronteriza en el Caribe. El expresidente López Michelsen, en ese entonces canciller y autor de la teoría, era consciente de la debilidad de la misma y sabía que sería insostenible ante la Corte Internacional de Justicia (CIJ), de ahí que recomendó la opción de una negociación directa. Por el contrario, nos dedicamos a suscribir tratados de límites marítimos con terceros que reconocieran nuestra tesis para imponérsela a Nicaragua (EE UU, en 1972; Costa Rica, Haití y República Dominicana, en 1978; Honduras, en 1986 y Jamaica, en 1993).

 

Nicaragua, por su parte, declaró nulo el Esguerra-Bárcenas en 1980, y en 1999, luego de que Honduras ratificó el tratado de límites marítimos con Colombia, anunció que daba por agotadas las negociaciones directas y que acudía a La Haya. Mientras tanto, los gobiernos del país se debatían entre el presunto respeto que siempre hemos tenido por el Derecho Internacional y garantizar el statu quo gracias a nuestro peso político y económico. No obstante, no superamos el debate, y no optamos por la negociación directa ni denunciamos a tiempo las declaraciones de aceptación jurisdiccional de la competencia obligatoria de la CIJ, ni el Tratado de Bogotá.

 

El litigio

Así, el 6 de diciembre del 2001, Nicaragua radicó ante la Corte su demanda, y en el 2007, con la sentencia que resolvió las excepciones preliminares que interpuso Colombia, perdimos. Se olvida que solo declararon nuestra soberanía sobre San Andrés, Providencia y Santa Catalina y se estableció que el meridiano 82 no era una frontera marítima, precisando, además, que se iba a resolver en el fallo de fondo sobre los territorios restantes.

 

Lo que sucedió en el 2012 fue, por un lado, un triunfo, toda vez que nos reconocieron la totalidad de los territorios con su correspondiente mar territorial y, por el otro, como una consecuencia de lo dicho en 2007: se definió la frontera. El gobierno colombiano tardó 10 meses para expresar oficialmente la inaplicabilidad del fallo fundamentado en el impedimento constitucional de fijar fronteras por mecanismos distintos a tratados. Sin embargo, omite mencionar que el artículo 101 también habla de laudos arbitrales, y estos son un mecanismo de solución jurisdiccional de controversias como también lo son las sentencias de tribunales internacionales permanentes.

 

Debate aplazado que varios académicos anunciamos cuando explicábamos por qué íbamos a perder, y que en todo caso, desconocerá la costumbre internacional codificada en la Declaración de Derechos y Deberes de los Estados, que en el artículo 13 dispone: “Todo Estado tiene el deber de cumplir de buena fe las obligaciones emanadas de los tratados y de otras fuentes de derecho internacional, y no puede invocar disposiciones de su propia Constitución o de sus leyes como excusa para dejar de cumplir ese deber”. La CIJ, en nuestra disputa con Nicaragua, no creó derecho, declaró el que las partes le probaron, esto es, que el Tratado Esguerra-Bárcenas no hizo una delimitación marítima y que, por lo tanto, cabía aplicar el derecho consuetudinario del mar. 

 

Conviene destacar que para superar el discutible impasse, optó por la negociación directa, que ningún gobierno de Colombia quiso asumir en 44 años. Eso sí, para minimizar los costos políticos dentro y fuera del país, acudió a la perogrullada de demandar ante la Corte Constitucional la ley que incorporó el Tratado de Bogotá, toda vez que no existe procedimiento para hacer que se pronuncie sobre los alcances del 101 de la Constitución.

 

Patrioterismo

Los otros tres puntos relativos al Decreto de la Zona Contigua Integral, a la protección de la reserva ambiental y social Sea Flower y a la contención del expansionismo nicaragüense de su plataforma continental tienen una escasa fundamentación en el derecho internacional, pero un amplísimo margen de posibilidades políticas, entre otros, porque exaltó el patrioterismo, mejoró la imagen del Gobierno y le fijó a Managua la agenda de la negociación. 

 

Negociación –nada popular– que nuestro Gobierno podrá aplazar con ocasión de la nueva demanda interpuesta por Nicaragua (septiembre del 2013), donde pretende que la CIJ establezca su derecho a una plataforma continental extendida. Nicaragua tomó esta medida antes de que surta efecto la denuncia que hiciera Colombia del Tratado de Bogotá y porque su pretensión permanece dentro de la jurisdicción de la CIJ en el marco de la controversia territorial y marítima, en la medida en que esta no lo resolvió en su sentencia del 2012.

 

Así, lo que enfrentamos es una serie de reivindicaciones jurídicas –no una estrategia expansionista–  y que solo prosperó en el asunto de la frontera marítima, porque el derecho estaba del lado nicaragüense. Por el contrario, no prosperará la pretensión de la plataforma continental extendida, no solo porque en este asunto sí nos servirá no ser Estado parte de la Convención del Derecho del Mar, sino porque tampoco existe una costumbre internacional en esta materia impugnable a Colombia.

 

En todo caso, Nicaragua no ganó territorio, concepto que implica tierra emergida, franja de agua adyacente (12 millas de mar territorial) y el aire suprayacente, se le reconoció el derecho a explotar una zona económica exclusiva y una plataforma continental.

 

En la inminente sentencia de la CIJ en la disputa de Perú con Chile, Perú ganará derechos de explotación –como Nicaragua–, por la insuficiencia de unos tratados que no son de límites. Si se tiene en cuenta que no somos un paradigma para seguir, nos invade la duda acerca de si la tesis de la inaplicabilidad, que esgrimió Colombia, depende de qué tan cercanas son las relaciones de las partes en controversia. De ser así, Chile no tendría que usar eufemismos para dilatar el cumplimiento del fallo y/o responsabilizar a la CIJ por desconocer tratados.

 

Estos asuntos que exacerban los patrioterismos son un problema de buena fe entre Estados, que se relativiza según el músculo de las partes en controversia. De ahí, a un año de nuestra sentencia, que exhortemos a la responsabilidad de todos los colombianos, y chilenos, y peruanos, para no agitar las banderas del chauvinismo y negociar oportunamente la implementación de las sentencias.

 

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