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Actualizado hace 1 día | ISSN: 2805-6396

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Opinión / Análisis

Análisis


Gran Bretaña antes de Thatcher: ¿por qué surgió la Dama de Hierro?

22 de Abril de 2013

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Daniel Raisbeck

Profesor de Ciencia Política de la Universidad del Rosario. 

 

Tras su sorpresiva y arrasadora victoria sobre el conservador Winston Churchill en la elección nacional británica de julio de 1945, la cual se llevó a cabo antes de la derrota final de Japón en la Segunda Guerra Mundial, el nuevo primer ministro laborista, Clement Attlee, citó en un famoso discurso el poema Jerusalén de William Blake:

 

No cesaré la lucha mental, / Ni dormirá mi espada en mi mano, / Hasta que hayamos construido Jerusalén, / En Inglaterra verde y placentera.

 

De tal modo, Attlee, un egresado de Oxford que se había dedicado al cuidado de niños pobres antes de entrar en política, anunció el comienzo de una nueva época: la del Estado de bienestar.

 

Si la era victoriana se caracterizó por la confianza casi absoluta en la iniciativa privada y la tolerancia de la pobreza, mal inevitable que debía ser mitigado por obras y fundaciones de caridad, Attlee pretendía usar el poder estatal para erradicar la penuria de la faz de Inglaterra. Tras una guerra larga y brutal en la que la clase trabajadora había sacrificado casi todo por su país, el nuevo Estado fortalecido debía suplirle al ciudadano básicamente toda necesidad humana: salud, educación, vivienda, empleo (o subsidio por falta de uno). El individuo estaría bajo la tutela del Estado desde la cuna hasta la tumba.

 

Fue bajo Attlee que se fundó el Servicio Nacional de Salud (NHS), el cual inicialmente le ofrecía servicios médicos a todo británico (incluyendo medicinas, dentaduras y anteojos), con todos los costos asumidos por el fisco. También se profundizó la reforma educacional de 1944, introducida por el gobierno de coalición de Churchill con el fin de brindarle educación secundaria “gratis” a todo alumno. A la vez, Attlee ordenó la construcción de más de 800.000 viviendas sociales, arrendadas por el Estado a familias de clase trabajadora a un bajísimo precio, también subsidiado por el fisco.

 

Tal vez la política de Attlee más impactante a largo plazo fue la nacionalización de las industrias principales. En menos de cinco años, el Estado se tomó el control absoluto sobre el Banco de Inglaterra (en manos privadas desde su fundación en 1694), sobre las industrias ferroviarias, portuarias y de comunicaciones y sobre la producción de acero, hierro, carbón y electricidad.

 

La Nueva Jerusalén de Attlee se basaba en dos corrientes del pensamiento. La primera era la del viejo socialismo. La famosa Cláusula IV de la Constitución Laborista de 1918 declaraba que era el objetivo del partido “asegurarles a los obreros los frutos plenos de su trabajo manual y mental a través de la propiedad común de los medios de producción, distribución e intercambio, y el mejor sistema obtenible de administración popular y control sobre cada industria y servicio”. Por su parte, el manifiesto laborista publicado antes de la elección del 45 declaraba claramente: “El Partido Laborista es un Partido Socialista, y está orgulloso de serlo”. La intención del ala radical del partido, compuesta más que todo de parlamentarios jóvenes como el minero galés Aneurin Bevan, era llevar a cabo una revolución completa en los medios de producción. Para estos francos admiradores de la Unión Soviética, las medidas de Attlee siempre se quedaron cortas de la meta final.

 

Pero el principal modelo político y económico del momento no fue el de Rusia, donde Stalin intentaba completar el proyecto leninista de aplicar a la realidad las ideas de Carlos Marx, sino la teoría económica del patricio inglés John Maynard Keynes (1883-1946), cuyo pensamiento fue la inspiración para las políticas de Attlee y sus aliados del ala moderada laborista. Keynes, para ponerlo en términos simplistas, atacó la economía clásica argumentando que el Estado, al dirigir ciertos sectores de la economía e inclusive incurrir en déficit, podía estimular la demanda y garantizar el pleno empleo, el ideal de todo político tras el desempleo masivo de los años 30. Tras la experiencia económica de la guerra, durante la cual el Estado en efecto dirigió la economía nacional, Keynes se convirtió en el economista más prestigioso del mundo. Por su parte, los laboristas contaban con una mayoría de 183 escaños sobre los conservadores en la Casa de los Comunes, y por lo tanto tenían el poder necesario para imponer su agenda keynesiana.

 

La historia de las siguientes tres décadas (1945-1975) en el Reino Unido es, en política exterior, la del declive final del Imperio Británico, mientras que en casa se conducía el tormentoso experimento con el Estado de bienestar. Muy pronto fue evidente la dificultad de financiar un sistema donde el Estado actúa como custodio y nodriza del ciudadano de manera vitalicia; ya en 1951, el NHS, descrito como “el más grande monumento del Partido Laborista,” se vio obligado a cobrarles a los usuarios por recetas para anteojos y dentaduras. Pero pese a esta y a otras grietas evidentes que surgieron sobre la fachada de la nueva construcción estatal, el consenso político de la posguerra ya se había formado. Pese a sus victorias electorales, los siguientes gobiernos conservadores (los de Churchill, Anthony Eden, Harold MacMillan, Alec Douglas-Home y Edward Heath) de cierto modo continuaron y en algunos casos mitigaron, pero de ningún modo contrarrestaron (ya fuera por falta de poder o por falta de voluntad) la aparentemente irreversible marcha de la historia hacia la supremacía del Estado protector.

 

Como en toda revolución, hubo claros ganadores, y en este caso fueron los funcionarios encargados de planear y dirigir sectores enteros de la economía, los crecidos rangos de empleados públicos y, por último, los sindicatos, sin duda alguna el grupo más beneficiado dentro del nuevo orden.

 

En 1950, los sindicatos británicos llegaron a contar con 9,5 millones de miembros en un país con 46 millones de habitantes (cifra de 1961 para Inglaterra y Gales). Para 1979, los sindicatos tenían 12 millones de afiliados y constituían el 51 % de la fuerza laboral. Este fue el resultado de la célebre política de “tienda cerrada” (closed shop), la cual obligaba a cualquier empleado nuevo a unirse al sindicato. El obrero o se sindicalizaba o no trabajaba.

 

Los líderes sindicales de industrias públicas obtuvieron un poder político colosal que se basaba en su control casi absoluto sobre sus crecientes feudos, el Estado siendo un empleador cada vez más grande. Los jefes podían iniciar un paro sin consultar a sus súbditos, quienes se veían obligados a participar en cualquier acto de disrupción laboral que decidieran impulsar sus superiores. Y desde 1946, cuando el Parlamento revocó la Ley de Sindicatos de 1927 (Trade Union Act), la cual restringía la habilidad de estos grupos para convocar huelgas e imponer piquetes, los líderes sindicales pudieron recurrir una y otra vez al paro con el fin de determinar las políticas salariares y de precios del gobierno de turno.

 

El 9 de enero de 1972, el sindicato de mineros de carbón, compuesto de 280.000 miembros, declaró la huelga tras rechazar la oferta de Edward Heath, Primer Ministro conservador, de incrementar los salarios en un 7,9 %. Pronto se unieron al paro los sindicatos de transporte, los cuales buscaban “congelar el suministro doméstico e industrial de carbón” para obligar al gobierno a ceder frente a sus demandas. Y tuvieron éxito: la escasez de energía causó el cierre de escuelas y el despido masivo de empleados. Al final de febrero, el primer ministro Heath, viendo al país paralizado por los constantes apagones, sucumbió ante las exigencias de los sindicatos.

 

Dos años después, los sindicatos de mineros de nuevo comenzaron a exigir un alza en los salarios. Heath reaccionó convocando una elección nacional y lanzando una campaña basada en el lema ¿quién gobierna Gran Bretaña?, con el fin de que los votantes decidieran si querían ser regidos por el gobierno o por los sindicatos. El resultado fue el triunfo del Partido Laborista, en octubre de 1974, bajo Harold Wilson, quien ya había sido Primer Ministro desde 1966 hasta 1970. En esta ocasión, Wilson obtuvo una estrecha victoria tras la elección sin mayoría absoluta de febrero del mismo año. En febrero de 1975, el mismo mes en que Margaret Thatcher se convirtió en la primera mujer en la historia en ser elegida líder de un partido británico, a la vez convirtiéndose en líder de la oposición, el gobierno de Wilson aprobó un incremento del 35 % al salario de los mineros.

 

Pero el regente Partido Laborista logró apaciguar a los sindicatos solo durante algunos años. En la década de los 70, las políticas keynesianas de sucesivos gobiernos dejaron de tener el efecto deseado: el desempleo sobrepasó el 6 % y la inflación superó el 25 %. Sin embargo, tales condiciones económicas no impidieron que, en el otoño de 1978, los líderes sindicales se opusieran rotundamente al límite de 5 % a los incrementos salariales decretado por el primer ministro James Callaghan, quien había reemplazado a Wilson en 1976. Cuando el gobierno se rehusó a ceder, comenzó la serie de huelgas que llegó a incluir a los trabajadores de la industria automotriz, a los camioneros del sector petrolero, a oficinistas del sector público, a choferes de ambulancia, enfermeras, sepultureros y basureros.

 

En enero 22 de 1979, un millón y medio de empleados se rehusaron a trabajar, y durante lo largo de ese año se calcula que se perdieron 29.500.000 días laborales por boicot de los sindicatos. Como consecuencia de las huelgas, cadáveres se quedaron sin sepultar y formidables montes de basura sin recoger. Tal vez la tolerancia del británico del común llegó a su límite cuando recorrieron el mundo fotografías del elegante Leicester Square en el centro de Londres convertido en un basurero. Los sindicatos, con sus actos de sabotaje durante este frío y lamentable periodo, el cual vino a ser recordado con la frase shakespeariana de El invierno del descontento, ciertamente facilitaron la victoria en las elecciones de 1979 de Margaret Thatcher, la hija de un pequeño tendero del norte de Inglaterra que había logrado llegar a la cima del partido más aristocrático de Europa.

 

El triunfo de Thatcher se basó en gran medida en que la futura Dama de Hierro supo reconocer que su país, lejos de ser un Nuevo Jerusalén, estaba siendo conducido hacia la ruina por un puñado de sindicalistas, gobernantes de facto con el poder de tumbar gobiernos electos, ya fueran conservadores o laboristas. Era una oligarquía que concentraba el poder a un grado mucho mayor que aquella del antiguo régimen británico, descrito por Churchill como las 300 o 400 familias que rigieron Gran Bretaña y su Imperio durante 300 o 400 años. Al elegir a Thatcher, los votantes exigieron, primero que todo, que el poder regresara a sus manos y a las del Parlamento que los representaba y, segundo, que se restableciera la libertad de emprendimiento enterrada por el Estado casi omnipotente que se había ido construyendo desde la época de Attlee.

 

Pero el conjunto de políticas que vino a ser llamado el Thatcherismo no se debió solo al indomable liderazgo de la Primera Ministra. El movimiento tuvo su origen en los años en que Attlee apenas comenzaba a armar el Estado de bienestar, cuando un pequeño grupo de rebeldes liderados por un empresario inglés y un economista austriaco se rehusaron a aceptar la noción predominante de que era el destino del hombre ser sometido a los dictámenes del Estado.

 

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