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Actualizado hace 12 minutes | ISSN: 2805-6396

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Opinión / Análisis

Análisis


El ordenamiento internacional quiere la paz

04 de Octubre de 2013

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Eric Tremolada Álvarez

Doctor en Derecho Internacional y profesor de la Universidad Externado.

              

 

Inamovilidad versus flexibilidad de las obligaciones imperativas del ordenamiento internacional es el debate más relevante que enfrenta Colombia y que, en últimas, determinará la suerte del proceso de paz.

 

La necesidad de crear un sistema internacional de normas imperativas y coercitivas que persiga a los autores cómplices o encubridores de crímenes, delitos o atentados graves contra la humanidad no excluye el deber del Estado, sino que lo complementa. Ese es el espíritu del Tratado de Roma que, en 1998, adoptó el Estatuto de la Corte Penal Internacional (CPI) y creó un órgano jurisdiccional universal supranacional, sui generis, de naturaleza penal, con el fin de enjuiciar exclusivamente a los individuos que cometan crímenes de genocidio, lesa humanidad, guerra y agresión.

 

Las exigencias del contexto social y la coyuntura específica de los años 90 facilitaron la creación de un Tribunal Permanente que no juzgará crímenes ex post como lo hicieron los tribunales de Nüremberg y Tokio, o los creados para juzgar los crímenes cometidos en Ruanda o ex Yugoslavia. Este tribunal se ocupa de crímenes sucedidos después del 1º de julio del 2002 o cuando entren en vigor las posteriores adhesiones.

 

Cuando en la sede de Naciones Unidas se recibió, en abril del 2002, la sexagésima ratificación del Estatuto de la CPI, representantes de diferentes países, de organizaciones no gubernamentales y medios de comunicación no ocultaron el júbilo que les proporcionaba la entrada en vigor del Estatuto, que significaba un momento de inflexión en la lucha y defensa de los derechos humanos y del desarrollo del principio de justicia universal. No obstante, con ocasión del décimo aniversario de la validación, el profesor Eric K. Leonard, no dudó en plantear una serie de interrogantes que opacaron el júbilo inicial, entre otros –uno al que el país no escapa–, cuestionaba si la Corte también se usa como una herramienta en las luchas de poder de los Estados.

 

CPI y proceso de paz

Si bien la CPI tiene competencias para juzgar al autor del crimen y establecer las medidas de reparación, rehabilitación, satisfacción y garantías de no repetición, se debe tener presente que la actuación de la Corte es complementaria de las jurisdicciones penales nacionales, entendiéndose que solo podrá actuar en defecto de estas.

 

No se trata de un organismo rígido de conceptos inamovibles que combate, persigue y sanciona a quienes vulneran los derechos humanos y constituyen una amenaza para la paz, la seguridad y el bienestar de la humanidad. Un país en guerra como el nuestro tiene la obligación de garantizar la paz a sus ciudadanos, y si la lucha que libra el Estado no lo logra, incluso con hechos que bien puede tramitar la CPI, tiene todo el derecho, y el deber, de explorar un proceso político como los diálogos de paz, que en palabras del fiscal Montealegre, puede relativizar ciertos derechos en favor de otros.

 

La paz, en sí misma, es un derecho fundamental de todos, y la inamovilidad y rigidez que defiende el procurador Ordóñez, y que presuntamente impera en los organismos internacionales, desconoce el origen de estos que, como todo en el derecho, responde a lo que demanda el contexto social y la coyuntura.

 

Cuando, en virtud de la apertura que brindan sus constituciones, los Estados asumen obligaciones constitutivas de organismos internacionales, lo hacen para alcanzar fines que individualmente no pueden conquistar, y cuando estos además se expresan como subsidiarios de su quehacer, solo tendrían cabida en su defecto. En otras palabras, el deber frente a estos puntos es del Estado, y la Corte no procesará a nadie que haya sido procesado por otro tribunal, salvo que se hiciera con el propósito de sustraer al acusado de su responsabilidad, o la investigación no se hubiere instruido en forma independiente o imparcial.

 

Los enemigos del proceso de paz le atribuyen al gobierno una pretendida impunidad, y desconocen que esta, en el derecho internacional de los derechos humanos, se refiere a la imposibilidad de llevar a los violadores ante la justicia y, como tal, constituye en sí misma una negación a sus víctimas en su derecho a ser reparadas.

 

Así, Colombia, como resultado del proceso de paz, siempre que garantice un juicio a los autores, formas de reparación, rehabilitación y garantías de no repetición, puede –en caso de que se necesite– solicitar la inhibición del fiscal de la CPI. Esta inhibición dependerá de la decisión que adopte la Sala de Cuestiones Preliminares de la Corte y, en caso de concederla, sería revisada a los seis meses o antes, si se produce un cambio significativo de circunstancias.

 

La CPI, como cualquier otra jurisdicción penal con fundamento en el principio de justicia universal, puede examinar si un Estado tiene verdadera disposición para actuar, lo cual no significa automaticidad, y ponderará sus esfuerzos, contexto y coyuntura. De este modo, el marco jurídico que brindan las leyes de restitución de tierras e indemnización de víctimas tiene un compromiso con los derechos que tutela. Debate que puede superarse con fundamento en las reglas consuetudinarias de interpretación de tratados, que fueron codificadas en el Convenio de Viena de 1969. La regla general nos señala que un tratado deberá interpretarse de buena fe, conforme al sentido ordinario de sus términos (texto), dentro de su contexto y a la luz de su objeto y fin.

 

La complejidad estriba en que las reglas citadas nos obligan a interpretar siempre las tres dimensiones concomitantemente, no basta que el texto sea claro (interpretación gramatical), hay que conjugarlo con su contexto (interpretación lógico-sistemática), y con su objeto y fin (interpretación teleológica).

 

El Estatuto de Roma desde su preámbulo precisa que la Corte se estableció, por un lado, para poner fin a la impunidad de los autores de los crímenes internacionales y, por el otro, con el propósito de prevenir nuevos crímenes. Esto mismo persigue el proceso de paz, o es que los insurrectos han asumido, asumen o asumirán en medio de la guerra su responsabilidad por los crímenes cometidos o impediremos que cometan nuevos crímenes.

 

De hecho el citado preámbulo reconoce que los crímenes internacionales son una amenaza a la paz; entonces cómo una paz, fundada en asunción de responsabilidades, reparación y garantías de no repetición puede activar una jurisdicción complementaria que persigue los mismos fines. ¿Acaso tenemos mejores opciones de prevenir los crímenes de lesa humanidad o de guerra? La decidida acción militar en los últimos 11 años disminuye su frecuencia, pero no garantiza la prevención.

 

La discusión sobre el maximalismo en las penas es tendenciosa, y la CPI no tendría por qué entender que la causa no se instruyó en forma imparcial o con la intención de sustraer responsabilidades, toda vez que su propia fiscal, Fatou Bensouda, en carta del 26 de julio, reconoció la flexibilidad que opera “en las circunstancias particulares que representa el esquema de justicia transicional que está diseñado para terminar conflictos armados”, donde se exige “que el perpetrador cumpla condiciones de desmovilización y desarme, garantice la no repetición de los hechos delictivos, reconozca su responsabilidad penal, participe plenamente en los esfuerzos por establecer la verdad sobre los delitos más graves”. Estas circunstancias, a las que le suma “la prohibición de participar en la vida pública” –que no comparto–, pueden “justificar la reducción de la pena”.

 

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