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Opinión / Análisis

Análisis


Un test para el test de proporcionalidad

18 de Septiembre de 2012

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Harold Penagos

Docente de las universidades Externado de Colombia y Sergio Arboleda y árbitro de la Cámara de Comercio de Bogotá.

penagosmoraabogados@hotmail.com

La tasación de los perjuicios no materiales, cualquiera que sea su denominación o forma en que se materialicen, ha sido, en el desarrollo y evolución del derecho de daños, uno de los mayores escollos que han tenido que afrontar la doctrina y el operador judicial al momento de aplicar el derecho a través de una sentencia.

 

Nunca existirá una respuesta ni una solución adecuada desde el punto de vista jurídico o técnico, al considerar el impacto que trasciende a la esfera de lo espiritual, lo anímico, lo emocional, lo moral o de aquellos aspectos que entrañan sensibilidad o afectación de la siquis humana. En últimas, el dolor humano.

 

Vaya tarea, la de “poner precio” al dolor (precium doloris), nominación tradicional del perjuicio moral.

 

Es prolífera y unánime la doctrina como la jurisprudencia nacional y foránea al precisar que, feliz o infelizmente, son verdaderamente escasas, si no, inexistentes, las posibilidades de acudir a un mecanismo distinto al del arbitrio o convencimiento judicial, cuando se trata de tasar los perjuicios morales y, en general, los no materiales. Milenariamente ha sido y seguirá siendo así.

 

Los fallos judiciales

El Consejo de Estado condensó en pronunciamiento jurisprudencial, con ponencia del magistrado Daniel Suárez, las variables o principios de tasación de los perjuicios en Colombia, al plantear que tratándose de perjuicios materiales, sería el principio de reparación integral el llamado a tener en cuenta valiéndose de mecanismos técnicos, actuariales, contables, etc., al momento de tasar el daño, y el principio de equidad, cuando de los perjuicios de naturaleza no material se trata. Es decir que frente a estos últimos no queda otro camino que la apreciación casuística y subjetiva del juez que medie en la causa.

 

La Corte Constitucional, interpretando el artículo 97 del Código Penal, mediante el cual definió el límite indemnizatorio de los 1.000 salarios mínimos legales mensuales vigentes, respecto a los perjuicios morales planteó lo siguiente: “Esta desproporción resulta más evidente, si se tiene en cuenta que ni en la jurisdicción civil ni en la jurisdicción contencioso administrativa existe una disposición legal que restrinja la discrecionalidad del juez para decidir la reparación de perjuicios morales. En dichas jurisdicciones se ha fijado una cifra para la valoración de ciertos perjuicios, que depende de consideraciones puramente subjetivas y cuyo quantum ha sido reconocido tradicionalmente hasta por 1.000 gramos oro, o más recientemente hasta por 2.000 y 4.000 gramos oro”.

 

La Sala Civil de la Corte Suprema de Justicia, con ponencia de Jorge Santos Ballesteros, en la Sentencia 6492 del 17 de agosto del 2001, en sentido similar expresó: “Pero sea lo uno o lo otro, lo cierto es que paralelo a la predicada indeterminación de la cuantía del daño moral, se ha dicho en forma reiterada que la fijación de ese quantum es del entero resorte del juez, precisamente por esa indeterminación. En efecto, se enfrenta el juez ante el hecho irrefragable de no poder medir el dolor que una persona determinada sufre por la muerte de su padre o de su esposo, en vista de que inimaginables factores psicológicos y espacio-temporales entran en juego”.

 

En similar tópico se pronunció la Sección Tercera del Consejo de Estado, en el Expediente 13949 del 6 de julio del 2005, del magistrado Alier Hernández: “Para establecer el valor de la condena por concepto de perjuicio moral; ha considerado, en efecto, que la valoración  de dicho perjuicio debe ser hecha por el juzgador, en cada caso, según su prudente juicio…”.

 

Con cuanto tino abordó el tema el profesor Fernando Hinestrosa, en una aclaración de voto, en sentencia del 25 de febrero de 1982 de la Corte Suprema de Justicia, cuando manifestó: “Es muy comprensible el temor, el sagrado temor a equivocarse que debe estar siempre presente en la conciencia del juzgador, que asalta al juez para decidir, según su convicción personal, la cuantía exacta de la condena por daño moral. En especial por tratarse de apreciar  los sentimientos ajenos, para lo cual, ha de emplear o le cabe emplear el patrón propio: cada cual juzga y aprecia el sentimiento –dolor-  ajeno procurando colocarse en el lugar del otro, con riesgos de conmoverse en demasía o de ser en exceso duro. Empero, es deber del juez superar esas cohibiciones, y cuando se trata de las máximas corporaciones jurisdiccionales, sentar las pautas, inclusive con audacia…”.

 

La ponderación del daño

Diferente a la experiencia humana y judicial, a su sensibilidad personal, a su convencimiento y, claro está, al recaudo probatorio que obre en el expediente, ¿existirá mecanismo distinto del que pueda valerse el juez para efectos de ponderar el daño moral? Considero que no. Dejando eso sí constancia de dos conceptos: una cosa es el arbitrio judicial y otra, bien distinta, la arbitrariedad.

 

Aparece, por parte de un sector de la Sección Tercera del Consejo de Estado, la aplicación del conocido test de proporcionalidad (idoneidad, necesidad y proporcionalidad del perjuicio moral) para efectos de tasar el mismo, so pretexto de ser más precisos al momento de decretar dicho perjuicio, pues, consideran, por ejemplo, que el simple mecanismo de acreditar el respectivo grado de consanguinidad no basta, ni constituye plena prueba, por sí sola, al momento de proferir la sentencia. Se está ante un error interpretativo de los principios probatorios, entre otras cosas.

 

No deben confundirse las presunciones legales o jurisprudenciales que habilitan al juez para dar por probado un hecho y sus consecuencias frente al derecho de daños, con la deficiencia probatoria. El derecho procesal señala que, acreditada una determinada calidad o condición, de ella pueden inferirse o darse determinados efectos jurídicos o judiciales. Esa es, justamente, la naturaleza de la presunción.

 

Al demostrarse mediante un registro civil de nacimiento la filiación de una víctima que demanda sus perjuicios con ocasión de la muerte de su padre, es, precisamente, esta prueba documental la que acredita fehacientemente tal calidad, la de hijo. Y, subsecuentemente, es esta calidad la que permite inferir al juez la existencia de un perjuicio al que se le asigna un valor de dolor –representativo– en aplicación de los parámetros o variables de contenido económico subjetivas, decantadas por la experiencia judicial, la experiencia de vida y la cultura según cada latitud. En Colombia son unos, en Singapur son otros y, seguramente, serán distintos en El Congo.

 

El juicio del juez

Si lo que se pretende con el test es ser más precisos o equitativos al momento de otorgar una indemnización a título de daño moral, el problema seguirá persistiendo, pues, para efectos de analizar o sopesar la idoneidad, necesidad y proporcionalidad del daño moral en cada caso y su correspondiente indemnización, no quedará ninguna otra herramienta que el arbitrio del juez –que no su arbitrariedad–. Volvemos al comienzo de la discusión.

 

La jurisprudencia, como ya señalamos, establece parámetros, y es eso lo único que puede hacer. Sin embargo, es un imposible práctico, por vía del test de proporcionalidad, permear la voluntad y juicio del juez en un tópico que seguirá siendo eminentemente subjetivo. Lo que puede ser idóneo, necesario y proporcional para un juez, puede serlo menos o no serlo, para otro. Es como establecer un formulario para la aplicación del sentido común. Es como pretender “enseñar” la sana crítica. Por ser conceptos empíricos y subjetivos, se hace odioso e inconveniente el pretender regularlos.

 

Si lo que se busca es atenuar el pago de indemnizaciones del Estado como política económica estatal o judicial (pues, en términos prácticos, es lo que consigue el test), que sean otros los mecanismos que se adopten para dicho cometido, pero no a costa de una distorsión eufemística del desarrollo jurisprudencial que con ponderación han desarrollado nuestras altas cortes. No se le regala nada a nadie, se indemniza. Unas veces bien, ajustado a derecho, otras no tanto. Eso sucede en la jurisdicción contencioso administrativa, en la jurisdicción civil y en la penal: aquí y en Suecia.

 

Sorpresa me causó escuchar a algún magistrado del Consejo de Estado cuando manifestaba, palabras más, palabras menos, que el desangre económico del Estado era insostenible como consecuencia de la magnitud de las indemnizaciones decretadas. Aceptaría esa opinión del Ministro de Hacienda, que, estoy seguro, no conoce mucho del derecho de daños, ni conoce la causalidad de las indemnizaciones que decretan las máximas corporaciones.

 

A mí no me parece idóneo, necesario ni proporcional el susodicho test. Para zanjar la diferencia con quienes creen que sí, propongo la creación de un test.

 

 


 

 

Las posibilidades que tiene el demandado

 

Corresponde al demandado, en ejercicio de su facultad de defensa y carga procesal, demostrar lo contrario, desvirtuar la presunción, esto es, que en el caso concreto, por condiciones o realidades específicas, el demandante no debe ser indemnizado a plenitud respecto del daño moral: porque era mal hijo, porque no amaba a su padre fallecido o porque a pesar de la calidad de hijo que acreditó, ni siquiera lo trataba, es más, se alegró con su muerte, por ejemplo.

 

El demandado tiene una amplia gama de posibilidades para hacerlo. Esto lo puede determinar el juez de manera lógica, sin necesidad de acudir a nomenclatura alguna.

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