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Actualizado hace 15 minutos | ISSN: 2805-6396

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Opinión / Análisis


La imparcialidad: principio rector del derecho administrativo sancionador

20 de Mayo de 2020

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Juan Manuel Laverde Álvarez

Autor del libro ‘Manual de Procedimiento Administrativo Sancionatorio (Legis)

 

El artículo 8.1 de la Convención Americana sobre Derechos Humanos dispone que toda persona tiene derecho a ser oída, con las debidas garantías y dentro de un plazo razonable, “por un juez o tribunal competente, independiente e imparcial, establecido con anterioridad por la ley...”. De igual forma, el artículo 14 del Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos señala que “toda persona tendrá derecho a ser oída públicamente y con las debidas garantías por un tribunal competente, independiente e imparcial...”. De esta manera, la imparcialidad es un componente del debido proceso, que, por expreso mandato constitucional, comprende las actuaciones judiciales y administrativas (C. P., art. 29).

 

A su vez, la imparcialidad es un principio constitucional de la función administrativa previsto en el artículo 209 de la Carta Política, cuyo entendimiento ha sido dilucidado por la Corte Constitucional en los siguientes términos: “Cualquier decisión judicial o administrativa, es la concreción de un orden normativo abstracto a una situación particular y específica, lo que impone que el juez o servidor público, sea que actúe en primera o segunda instancia, intervenga con la más absoluta imparcialidad, despojado de cualquier atadura que pueda comprometer su recto entendimiento y aplicación del orden jurídico…” (Sent. C-095/94).

 

La Corte Interamericana de Derechos Humanos (Corte IDH) ha sostenido que la imparcialidad implica que el juez o funcionario “debe aparecer actuando sin estar sujeto a influencia, aliciente, presión, amenaza o intromisión, directa o indirecta, sino única y exclusivamente conforme a –y movido por- el Derecho” (Caso Apitz Barbera y otros vs. Venezuela. Sentencia del 5 de agosto del 2008).

 

Para la observancia del principio de imparcialidad administrativa, es indispensable asegurar tanto la imparcialidad subjetiva como la imparcialidad objetiva. “La primera exige que los asuntos sometidos al juzgador le sean ajenos, de manera tal que no tenga interés de ninguna clase ni directo ni indirecto; mientras que la imparcialidad objetiva hace referencia a que un eventual contacto anterior del juez con el caso sometido a su consideración, desde un punto de vista funcional y orgánico, excluya cualquier duda razonable sobre su imparcialidad…” (Sent. T-1034/2006).

 

Así las cosas, no cabe duda de que la imparcialidad es un principio rector del derecho administrativo sancionador que debe ser aplicado integralmente en sede administrativa en toda actuación sancionatoria, y cuya violación podrá ser alegada ante el juez que ejerza el control judicial del acto sancionatorio para obtener su nulidad.

 

A efectos de salvaguardar el mencionado principio, recientes normas de procedimiento administrativo, como es el caso español con la Ley 39 del 2015, encomiendan las fases de instrucción y decisión (“resolución”) a órganos diferentes (art. 63).

 

Bajo la anterior premisa, en la práctica del derecho administrativo sancionador -centrándome en esta ocasión en las actuaciones disciplinarias-, se compromete la observancia del principio de imparcialidad, constitucional y convencionalmente protegido, tesis que sustentaré a continuación.

 

La imparcialidad disciplinaria y sus riesgos

 

Para las actuaciones disciplinarias, la Corte Constitucional recoge integralmente los criterios expuestos en el punto anterior. En aras de la brevedad, se destaca el siguiente pronunciamiento, entre muchos otros: “El principio de imparcialidad, como parte del debido proceso disciplinario, debe ser entendido como la garantía con la cual se asegura que el funcionario que adelante la investigación, o que conozca de los recursos interpuestos contra las actuaciones adelantadas, obre efectivamente como tercero neutral, tanto ante el sujeto disciplinado como ante la causa misma y el objeto o situación fáctica que se analiza. Un tercero que además deba desarrollar sus competencias, sin prejuicios ni posturas previas que afecten su ánimo y la sana crítica para actuar y en su momento decidir” (Sent. C-762/09).

 

Es sabido que el “operador” disciplinario (en particular, el de primera instancia) hace las veces de investigador y “juzgador”, es decir, realiza la instrucción del proceso, lo sustancia, acusa y también le corresponde determinar la responsabilidad del disciplinado e imponer la consecuente sanción.

 

Esta situación puede llevar a una violación del principio de imparcialidad, toda vez que al imponer la sanción se encuentra vinculado o atado a la investigación que él mismo realizó. En términos más comunes, tiene puesta la “camiseta” de investigador y al agotar una etapa del procedimiento y pasar a la fase de determinación de la responsabilidad, se pone la de “sancionador”, lo que naturalmente compromete su objetividad frente a la decisión que debe adoptar, mancha que afecta la legitimidad del acto administrativo. Bajo los supuestos fácticos relatados, el “operador” disciplinario no puede tener el carácter de “tercero neutral” que reclama la jurisprudencia constitucional.

 

Cabe advertir que la garantía de imparcialidad “se convierte no sólo en un elemento esencial para preservar el derecho al debido proceso, sino también en una herramienta idónea para salvaguardar la confianza en el Estado de Derecho, a través de decisiones que gocen de credibilidad social y legitimad democrática” (Sent. C-095/03).

 

Por lo anterior, sería recomendable que en el derecho positivo colombiano se acogiera, sin dilaciones, la solución prevista para el ordenamiento español (L. 39/15) u otra similar, antes de que la Corte IDH, en uno de los múltiples casos en que se discuten sanciones disciplinarias impuestas por autoridades administrativas del Estado colombiano, ordene correctivos para salvaguardar el principio de imparcialidad convencionalmente protegido.

 

Se dirá que se trata de propuestas pensadas para otros sistemas jurídicos, que la ley disciplinaria consagra causales de impedimento y recusación e, incluso, que no se puede partir de la mala fe de los “operadores” disciplinarios.

 

En el evento de plantearse las anteriores glosas, ellas no controvierten un hecho que es irrefutable: en la mayoría de las actuaciones disciplinarias que se adelantan en Colombia una sola persona realiza la instrucción del proceso, decreta pruebas, las practica y valora, acusa, determina la responsabilidad e impone la sanción, circunstancias que, se insiste, pueden comprometer su recto entendimiento y poner en riesgo el principio de imparcialidad.

 

Vale la pena mencionar que el asunto planteado no solo es un problema jurídico constitucional o de convencionalidad. También es un asunto de confianza en las instituciones. La Corte Europea de Derechos Humanos ha señalado: “En este sentido, hasta las apariencias podrán tener cierta importancia. Lo que está en juego es la confianza que deben inspirar los tribunales a los ciudadanos en una sociedad democrática y, sobre todo, en las partes del caso” (Case of Pabla KY v. Finlad, jun. 26/04).

 

Algunos cuestionamientos

 

Por convicción parto del principio de la buena fe, pero ello no obsta para preguntar: ¿Todas las oficinas de control disciplinario interno tienen el mismo grado de autonomía? ¿Las oficinas y sus funcionarios están a salvo de presiones de los gobernantes o jefes de turno de la entidad? ¿Los directores o jefes de oficina de control disciplinario interno y sus funcionarios han surtido un proceso meritocrático para ocupar el cargo o tienen la experticia suficiente? ¿Deberían establecerse requisitos más exigentes para ocupar tales cargos? ¿Las oficinas de control interno disciplinario gozan de prestigio y confianza entre los servidores públicos de la respectiva entidad u organismo? ¿Los servidores públicos que ejercen el control disciplinario interno tienen asegurada su estabilidad laboral sin importar el sentido de sus decisiones?

 

Igualmente, teniendo en cuenta que el cargo de jefe de oficina de control interno disciplinario es de libre nombramiento y remoción, por lo que su permanencia depende del superior jerárquico, ¿aumentaría la autonomía y generaría confianza que tales jefes de oficina tengan un periodo fijo, bajo causales estrictas de remoción, y no sean relevados en atención a las circunstancias de conveniencia o políticas del momento? ¿Son suficientes las causales de impedimento y recusación previstas en la ley?

 

Seguramente pueden formularse más preguntas y, por lo mismo, proponerse otras soluciones. Lo que no puede pasarse por alto es que la manera como se organiza y ejerce en la práctica nuestro sistema de control disciplinario tiene un riesgo para la observancia de la imparcialidad como principio rector del derecho administrativo sancionatorio. Por tanto, lo pertinente es abrir el debate y buscar soluciones.

 

Hacia el futuro, la imparcialidad como principio rector del derecho administrativo sancionador tendrá desarrollos cada vez más elaborados y es un deber de los estudiosos del derecho administrativo prepararse para ello. En efecto, importantes eventos académicos celebrados recientemente centran su análisis en las “sanciones administrativas”, tal como ocurrió en el XVII Foro iberoamericano de Derecho Administrativo. Allí se produjo la denominada Declaración de Guayaquil, que, entre otros asuntos, reafirmó la relevancia del principio de imparcialidad como parte esencial del sometimiento de la administración al orden jurídico[1].

 

[1] Disponible en: #

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