“La paz territorial” o la centralización del posconflicto
24 de Enero de 2018
Liliana Estupiñán Achury
Doctora en Sociología Jurídica e Instituciones Políticas de la Universidad Externado de Colombia y abogada de la Universidad Libre. Directora del Doctorado en Derecho de la Universidad Libre
A pesar de sus detractores, el Acuerdo de Paz suscrito entre el Gobierno y las Farc constituye una oportunidad para la reflexión de los asuntos de la distribución del poder en el territorio y la geografía del abandono. Dicho instrumento contiene algunas claves de enfoque territorial y de la denominada “paz territorial”, fórmula construida desde el centro para aliviar la desidia y la “huida” del Estado en los territorios.
Sin embargo, el eslogan de la “paz territorial” del Acuerdo difiere del enfoque de descentralización o de autonomía necesario o suficiente para la construcción de una paz verdadera, social y completa en Colombia. En otras palabras, el criterio jerárquico y centralista quedó instalado en el Acuerdo. Lamentablemente, dicho enfoque sigue imperando en el proceso de implementación y de desarrollo del posconflicto. Esta equivocada y excluyente forma de administración territorial debe superarse en la construcción de nuevos procesos de negociación del fin de la guerra o, de lo contrario, se mantendrá viva una de las causas del origen del conflicto: el centralismo.
Dos actores marcadamente jerárquicos (Gobierno y grupo insurgente) transversalizaron el “enfoque” o la “paz territorial” del Acuerdo, desde la convicción de que aquella era necesaria para los territorios, otrora escenarios de guerra o “fábrica de víctimas”. Pero olvidaron que la paz se construye en y desde los territorios. La descentralización va más allá de las simples “tareas”, es el verdadero empoderamiento institucional y económico de los territorios para el desarrollo del Estado social de derecho. La “paz territorial” solamente será posible con la “mayoría de edad” de los territorios.
Asuntos como la reforma agraria integral; el fondo de tierras, el retorno, la restitución, la formalización y la titulación; el mejoramiento de las condiciones de vida de los campesinos colombianos; el respeto al campo y al sector rural; la participación política de los territorios del posconflicto; la sustitución de cultivos ilícitos; los programas de desarrollo con enfoque territorial; la acción integral contra las minas antipersonas; la edificación de la institucionalidad; la justicia territorial y el fortalecimiento de la seguridad, entre otros, hacen parte de tamaño propósito. Nada más y nada menos que la construcción del “nunca jamás”, de la no repetición de las condiciones que dieron origen a la guerra.
Como se observa, varios de estos propósitos son de mediano y largo plazo. Los objetivos más estructurales ni siquiera tienen la esperanza de desarrollarse; el debate político evade tamañas necesidades históricas. Para colmo de males, el Estado pretende llevar desde el centro las soluciones, es decir, aplicar la misma fórmula de administración fallida que ha desarrollado desde hace más de 200 años. Van a los territorios a la usanza de la figura “prefectual”: “Napoleón en los territorios”; así, impulsan foros, mesas de trabajo, instancias de concertación, para luego regresar a sus cómodos escritorios y diseñar los programas o los proyectos finales, por lo demás, bloqueados ante los trámites propios de las lógicas ordinarias de la contratación estatal y de las épocas preelectorales.
Datos preocupantes
El informe titulado Estado efectivo de la implementación del Acuerdo de Paz en Colombia”, elaborado por el Instituto Kroc de Estudios Internacionales de Paz de la Universidad de Notre Dame (noviembre del 2017), señala, a un año de la firma del Acuerdo del Teatro Colón, avances en un 45 % de los compromisos (más de 3.500 tareas esperan). En cualquier caso, asuntos de gran calado se incluyen en este porcentaje de cumplimiento: la dejación de armas, el cese al fuego y de hostilidades y el establecimiento de mecanismos de implementación y de verificación. En este último punto, existe una alerta roja de seguridad para la protección de líderes, sociedad civil y de reincorporados.
Preocupa revisar las cifras de víctimas sociales en fase de posacuerdo. Según el informe conjunto del Instituto de Estudios Políticos y Relaciones Internacionales (Iepri), el Cinep, Indepaz y la Comisión Colombiana de Juristas, entre enero del 2016 y el primer semestre del 2017, han muerto 98 personas y 3 han sido desaparecidas. Las víctimas, como siempre, de origen campesino, indígena y afro. El pacífico arde, nuevos actores ilegales quieren cooptar los territorios dejados por las Farc: según el Registro Único de la Unidad de Víctimas, el año cerró con 54.684 personas desplazadas, especialmente en los departamentos de Chocó, Nariño y Antioquia (El Tiempo, dic. 19/17). Estas cifras demuestran que el Estado aún no llega a los territorios. Esta es la gran tarea, que va más allá de la ubicación de fuerza pública, por lo demás, tan necesaria en estos momentos.
Es innegable que el Ejecutivo avanzó desde la modalidad del fast track en varios tópicos “normativos” de la llamada “paz territorial”. Por su parte, el juicio histórico será inclemente con el Legislativo, institución presa de la polarización, el clientelismo, el egoísmo y los apetitos electorales que pocos votos o réditos recoge cuando se defiende el solitario y altruista ejercicio de la paz. Los desarrollos o bloqueos legislativos en materia de “paz territorial” dan grima.
La mayor preocupación está en el 55 % del Acuerdo que aún no se ha desarrollado. Los asuntos de la “paz territorial”, incluidos en este porcentaje, son de corto, mediano y largo plazo. Se trata de crear las condiciones del “nunca jamás”. Serias reformas estructurales están a la espera de creación o de implementación.
Los PDET y las circunscripciones de paz
Ahora bien, se pretende resolver el tema de la “paz territorial” con los 16 programas de desarrollo con enfoque territorial (PDET), creados mediante Decreto 893 del 2017, los cuales aspiran a ser “los instrumentos de planificación y de gestión de programas sectoriales en el marco de una reforma rural integral”. No sobran, pero no son suficientes. Dieciséis territorios en espera de concreción e impulso, regiones que, a su vez, agrupan a 170 municipios ávidos de construcción institucional. En cualquier caso, la “paz territorial” debe ir más allá de las entidades seleccionadas y de esta clase de intervenciones. La organización territorial colombiana es desequilibrada y la mayoría de los municipios no tienen las condiciones institucionales suficientes para garantizar un nivel de vida digno y el no retorno a la guerra o a la criminalidad.
Por su parte, las 16 circunscripciones de paz siguen en un limbo jurídico. A manera de deuda histórica con las víctimas, los campesinos y las organizaciones sociales, se creó este instrumento democrático y transitorio, pero a modo de “posverdad” fue deslegitimado. En caso de nacer, tiene suficientes problemas jurídicos, políticos y sociales para sobrevivir en esta máquina de política clientelar.
A la fecha de entrega de esta columna su situación es penosa: criterios contradictorios en el Congreso, un concepto del Consejo de Estado que coincide con la posición del Gobierno en materia de quórum decisorio requerido para su aprobación (concepto no vinculante) y dos pronunciamientos judiciales, una medida cautelar proferida en acción de tutela y un fallo de primera instancia de acción de cumplimiento emitido por el Tribunal Administrativo de Cundinamarca que ordenó remitir el Proyecto de Acto Legislativo 05 del 2017 al Presidente de la República para su correspondiente promulgación. Columnas van y vienen sobre la legalidad de estos pronunciamientos.
Pero más allá de esta discusión política y jurídica, el tema de la representación territorial amerita una seria intervención y reforma constitucional. Va más allá de los territorios de la guerra y de la fase transitoria del posconflicto; es el símbolo de la descentralización política.
De hecho, la representación territorial tradicional está en crisis. Darío Indalecio Restrepo y Jorge Armando Rodríguez señalan que el sistema electoral colombiano excluye de representación política a 11 departamentos en el Senado de la República, mientras que solo cinco departamentos y la ciudad de Bogotá concentran más del 50 % de la representación. En la Cámara de Representantes también hay una sobrerrepresentación de tres entidades territoriales: Bogotá, Antioquia y Valle, frente a los territorios consabidos que apenas logran dos curules. En los departamentos también pervive el centralismo y la subrepresentación.
Como se observa, “barajar de nuevo” en materia de distribución del poder en el territorio es condición vital para el desarrollo de una verdadera descentralización y autonomía que garanticen una paz social y completa. La construcción de una paz territorial a pedazos, focalizada y marcadamente centralista, está en crisis. Por ahora, la mayoría de los actores territoriales está en las afugias propias de la fase preelectoral, contexto en el cual la paz no cuenta; tampoco lo es para una nación que aún no se enamora de sus beneficios, necesidades y bondades. Sigo convencida de que la primera tarea que debe emprender y culminar este país es la paz, lo demás vendrá por añadidura; no sigamos perdiendo tiempo en polarizaciones absurdas.
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